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«True ride or die,

that's what you had».

- ¿Y esto dónde va?

Eché un vistazo al paquete que Carlos tenía entre las manos. El cuadro ya estaba perfectamente envuelto en un grueso papel de burbujas, y lo había dejado apoyado sobre una caja de su mismo tamaño para prepararlo adecuadamente antes de mandarlo. Al fin y al cabo, su destinataria había sido la única compradora que había pagado los casi sesenta euros de precio que, tras mucha insistencia, María había conseguido que le pusiera a la obra. Por ello, ese paquete merecía un cuidado especial.

Hojeé entre las etiquetas recortadas que tenía sobre la mesa hasta encontrar la que se correspondía con ese paquete y se la tendí a Carlos, devolviendo toda mi atención al montón de láminas que tenía frente a mí aún sin preparar. El tiempo se me había echado encima entre unas cosas y otras (y quizá Natalia pasando prácticamente una semana entera en mi casa había tenido algo que ver), pero al final había conseguido embalar los casi treinta pedidos que tenían que llegar a sus destinatarios en unos días. Carlos se había ofrecido a ayudarme, y su compañía estaba siendo, además de un verdadero soplo de aire fresco, de muchísima ayuda.

- Muy bien, pues cuadrito preparado para el señor... ¿Galero?

- Galera – corregí -. Y es una mujer.

- Correcto. Noemí Galera – comprobó Carlos, cerrando la caja y colocando un trozo de cinta para evitar que se abriese -. ¿Entonces ya está?

Asentí con la lengua entre los dientes, metiendo una de las láminas en una pequeña carpeta de cartón y cerrándola de la misma forma con otro pedazo de cinta. Carlos se sentó a mi lado en el suelo y abrió una lata de Coca-cola, recostándose contra el sofá.

- Es una locura, Alba – comenzó -. Mira todo esto. ¡Son tus cuadros! Y ahora van a estar en casa de otra gente, es...

- Una locura – repetí.

Aún no acababa de creérmelo. De nada servía estar a punto de llevar todos los paquetes a Correos, de nada servía llevar más de tres horas preparándolos y asegurándome de que cada uno tenía su etiqueta correspondiente, de que las cartulinas de las láminas no presentaban ni una sola arruga, de que los lienzos no habían cogido suciedad en las esquinas por estar apoyados en el suelo durante días. Ni siquiera pensaba que fuese a servir de algo desprenderme de ellos en las oficinas de mensajería y volver a casa con las manos vacías. Era todo demasiado inverosímil. Alguien, o más bien, más de uno iban a tener en su casa un Alba Reche, como solía decir Natalia. Los primeros. El estómago se me llenaba de hormigueos cada vez que lo pensaba.

- Es una pasada – continuó mi amigo -. Dentro de un tiempo, podré decir que yo ayudé a Alba Reche a enviar sus primeros cuadros, ¿te lo puedes creer?

Le di un pequeño empujón con el hombro, soltando una risa entre dientes.

- Anda ya.

- Lo digo en serio. Estoy muy orgulloso de ti, señorita Reche.

Levanté la vista. Carlos estaba sonriendo ampliamente, y sus ojos castaños estaban rodeados de diminutas arrugas que aportaban a su expresión una sinceridad plena. Quizá esa era una de las cosas que más me gustaban y que más valoraba de Carlos, la honestidad de cada gesto. Cuando se alegraba por alguien, lo hacía de verdad, de corazón. Y tenía una suerte inmensa de poder llamarlo amigo.

Me recosté contra él, abrazándole la cintura con una mano. Carlos me estrechó entre sus brazos.

- Eres el mejor – murmuré.

wanna feel a thousand hands (from you)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora