Mello no necesitaba preocuparse por él y lo que a menudo llamaba "fidelidad". Nunca había estado del todo seguro acerca de su significado, pero sí sabía que aquella lealtad que Matt le profesaba siempre que encontrara oportunidad, nunca desaparecería; lo sabía. Jamás se había molestado en pedir algo semejante y tampoco estaba convencido de quererlo, y aunque su mejor amigo resultara insoportable durante las infinitas tardes de verano e irrumpiera su sueño en medio de las noches más frías de invierno, tampoco se había dignado a rechazarlo. Se contentaba con ignorar el hecho de que existiese aquella extraña relación entre ambos y, si bien no lo admitiría hasta el día de su muerte, una parte ínfima de su ser esbozaba una sonrisa sincera siempre que Matt apareciese en los momentos más inoportunos, dispuesto a obsequiar su vida entera con tal de impedir que una mísera lágrima asomase en los ojos de Mello.
Sabía que podría llamarlo desde su habitación y Matt, así estuviese en el extremo opuesto del orfanato, batiría su último récord de velocidad por acudir en su ayuda; el reloj podría marcar las tres de la madrugada, y si un antojo voraz de chocolates apuñalaba a Mello por la espalda cuando su cajón estuviese vacío de envoltorios, su fiel compañero no dudaría en recorrer cada esquina de la ciudad en busca de una tienda abierta donde pudiera contentar su hambre. No importaba lo difícil de la situación ni el capricho imposible que atacase a Mello; Matt había logrado saciar cada uno de ellos, sin excepción. Siempre.
Hasta que aquel Lunes de lluvia incesante amaneció, y un grito rabioso quebró el apacible silencio de la mañana.
-¡Matt! -vociferó Mello mientras atravesaba un corredor desolado-¡Dónde mierda estás, Matt!
Acababa de dejar atrás una puerta de tantas otras cuando creyó oír un par de voces al otro lado. Volvió sobre la marcha y, lo más silenciosamente que sus pasos se lo permitieron sobre la madera añejada, se acurrucó junto a ella en un intento de atrapar las palabras con el oído izquierdo.
-Tú siempre estás linda...Linda -soltó una de las voces en un tono particularmente empalagoso.
-Qué gracioso, Matt -rió la segunda voz, femenina y de una naturaleza amigable-Tú siempre tan divertido.
-No es un chiste muy bueno, ¿verdad?
-No...pero aun así me gustas mucho -respondió Linda, y Mello pudo imaginarla con una enorme sonrisa en los labios.
Por mucho que aguzara el oído, fue incapaz de oír más que un vasto silencio luego de aquellas últimas palabras reveladoras. Un híbrido entre el odio y la congoja nació dentro suyo; se descubrió a sí mismo corriendo por el mismo pasillo en el que había buscado a Matt minutos atrás, rabioso, y se arrepintió inevitablemente de haber despertado temprano aquella mañana que parecía brillar para el mundo entero, mas no para él.
Cerró la puerta de su habitación con un portazo que alcanzó cada rincón del orfanato. Las manos le temblaban con frenesí y mantener la mirada intacta comenzaba a exigir una fuerza de voluntad que no poseía del todo; el gusto óxido de la sangre lo desconcertó hasta que percibió la forma furiosa e inconsciente en que se mordía los labios. No era la angustia que lo invadía aquello que despertó en él, a su vez, una furia incontenible; era la ausencia de sentido de aquella misma angustia que nació al comprender, luego de segundos de una incertidumbre dolorosa tras una puerta maldita, que Matt y Linda se habían besado apasionadamente mientras él perdía el tiempo espiándolos del otro lado del muro.
Resultaba una actitud patética enfadarse ante el beso de dos personas que, en cuanto al amor, poco y nada tenían que ver con él. Matt ocupaba el papel de su mejor amigo, su siempre atento y servicial compañero; era quien, pese a que Mello lo mandara al Diablo con una frecuencia preocupante, siempre estaría cuidándole las espaldas. Comprendía por qué no se había molestado en contarle su nuevo romance con Linda, si es que no llevaban meses saliendo a escondidas; pocas veces le prestaba la atención merecida y era cuestión de tiempo que Matt acabara aburriéndose de hablarle a las paredes siempre que intentara comunicarle lo que fuera. De todas formas, sus cuestiones del amor no concernían a Mello en lo más mínimo.