Juanote contra la moral

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Cerca del faro del fin del mundo, en el fin del camino suburbano iluminado por el último "buen pastor", Juan Herrera Vázquez, en los últimos momentos de su vida, carga sobre sus robustos hombros el último de sus encargos: el precioso piano de cola de su difunta madre, dirigiéndose hacia la posada de la madame más fina del pueblo, con la promesa de volver a escuchar una melodía que le devolviera el júbilo como buen melómano que es. La pureza del hombre habría comenzado a presentar decadencia, una vida austera encomendada por su padre lo hace dudar si realmente vivió como él hubiera deseado, un alma desabrida que empieza a creer que va a morir de sed.

Los pesados guaraches que tenía puestos sostenían las virtudes del hombre, sus hombros el abrumador peso del instrumento y sus ojos la maldad de la gente: Para mantener el alma ocupada, melodías amigas suenan en su mente para distraerle, acudiendo al llamado de piedad por parte del inocente. Avanzando en la ribera entre la arena amenazadora, presencia las atrocidades bien vistas por todos: mentiras salir de los hocicos de los ancianos para dar lastima, los chiflidos de los hombres mal intencionados que llaman a las señoritas vestidas de seda para revolcarse y ganarse un placer deshonesto, jóvenes en frenesí sin asomo de humanidad en sus actos.

El caminante avanza sin pena ni gloria hasta la loma arrimada a los nacimientos de mercurio que conocía desde la infancia, ahora hecha casona de inmundicia y pecado. Al subir los largos escalones, llega al portón, con puño de hierro toca débilmente la puerta hasta ser atendido por aquella mujer estrafalaria.

La señora le invita a pasar, ruega que instale el instrumento y que espere un poco más por su recompensa. Con colmo cuidado se arrodilla y desata los amaestrados nudos que apretaban el piano hacia su cuello, se quita el costal que usaba a manera de toalla entre sus hombros. Mira a la madame, haciendo un gesto de que se ponga cómodo, sale a fueras para encender su boquilla dorada llena de opio.

El camino fue largo, el cuerpo y la mente del hombre estaban castigados, a manera reflejo se sienta en lo primero que mira, respira y después de meditar un poco el cansancio, mira a su alrededor. Se ha sentado en un extremo de una cama enorme con dosel de seda purpura, donde atrás de él, jóvenes cuerpos desnudos de muchachas clavan su mirada en su cara, pero no en sus ojos, sonríen inocentemente cuando el hombre se percata de que están detrás de él. En aquella muchedumbre, una encima de otra, se levanta la que podría ser la más joven de todas, siendo la única que tiene prendas: un par de guantes sin dedos, medias con ligueros que hacen relucir sus suaves muslos, una braga de encaje negro y un corpiño de escasos hilos. Con una belleza tan torpe y tan linda camina erguida hasta el piano, arrastra una silla acojinada para sentarse, se retira los guantes lentamente,  y comienza a tocar el piano.

Tiernamente resuena un movimiento conocido por el hombre, una canción rusa que antaño le hacía desbordar de alegría, ahora es profanada por una perversa situación. Conforme avanza la canción, se percata del cambio que hay en ella y en el ambiente. No es el instrumento, es como lo toca aquel súcubo, las yemas de sus dedos rozan gentilmente la blanca y la negra del teclado, jugueteando para avanzar entre ellas, y el piano se ha dado cuenta de ello. 

El hombre suda, seca sus labios con su áspera y larga lengua, extiende sus manos: está exhausto, pero la melodía lo levanta, pareciera que su cuerpo se hinchara, exhala con violencia, gruñe, el hombre fornido ahora parece una bestia, la canción suena ferozmente. Cuando se dan cuenta del cambio en el hombre, las entrenadas manos de las jóvenes se abalanzan hacia él, arrebatando el último rastro de pureza que le quedaba. Protagoniza una brutal escena donde amasa a las jóvenes, las muerde, les lame cada pliegue de sus suaves cuerpos, las penetra, sus hombros se contraen y rozan las caderas, las deja vacías y las arroja cómo árboles derribados, una por una, expectantes por pasar a recibir lo suyo, esperan besando sus sexos una tras otra, encadenándose entre ellas dejando besos derramados.

El hombre hecho bestia pareciera haber doblado su tamaño, con los ojos en blanco observa a la tentación hecha carne que acaricia el teclado, al verlo dominante suelta un leve gemido lleno de éxtasis, la toma del cuello y la avienta a la cama, de un brutal salto se arroja hacia a ella y, mordiéndole la oreja con una fuerza animal, con aguardentosa voz susurra:

"No por nada me dicen Juanote, putita".

Los muebles solo alcanzaron a escuchar el grito sordo de la madame al entrar de nuevo a su hogar.

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⏰ Last updated: Jun 25, 2019 ⏰

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