El sol se colaba por las cortinas del autobús como una premonición del ya próximo verano, mientras que la brisa seca me instaba a recordar que el frío aún no se había ido. En definitiva, era un día cualquiera de primavera. Jugueteé nerviosa con el reloj de pulsera: las seis menos cinco. Esperaba no llegar tarde: algo de mí suponía que en esta tarde estaba en juego algo importante.
Llevaba ya casi dos meses sin ver a Javier, por impensable que eso le hubiera podido parecer a mi versión adolescente que no se despegaba de él ni un momento: su mudanza, la universidad, en definitiva, la vida, nos había acabado distanciando de tal modo que, en cierto modo, no éramos más que dos desconocidos.
Cuando llegué a la plaza, Javier aún no había llegado. A pesar del buen día, sólo estábamos unas pocas personas en la calle: una pareja de ancianos, un vendedor de lotería y un joven de pelo castaño que, por un instante, confundí con mi amigo. Con fastidio me apoyé sobre un banco de piedra. No soportaba la impuntualidad y él lo sabía, o quizá ya lo había olvidad. “Alba, deja de ser una amargada”, me insté, consciente de que tal vez estaba siendo algo injusta con él. Al fin y al cabo, la creciente distancia había sido culpa de los dos.
A las seis y veinte, comencé a enfadarme de verdad. No reconocía a mi amigo en esa persona que podía permitirse llegar casi media hora tarde sin tan siquiera enviar un mensaje. Le escribí un amenazador “¿Dónde estás?” buscando una excusa para irme, pero su rápida respuesta me interceptó: “En la plaza, ¿dónde estás tú?” Me disponía a contradecirle cuando el joven de pelo castaño se dio la vuelta, me sonrió y se acercó a mí.
- ¡Eh! No te había visto. –aseveró él, acercándose lentamente.
- Disculpa, ¿nos conocemos? –pregunté dubitativa, y volví a mirar el móvil a expensas de recibir algo más de Javier. Algo en mi pregunta lo desconcertó y paró su caminata a apenas tres pasos de mí.
- Bueno, no hace falta que te pongas así. No te había visto, eso es todo. Siento haberte hecho esperar.
Algo en mi cerebro se accionó sin lograr completar el razonamiento. ¿Qué estaba pasando?
- Lo siento, estoy esperando a un amigo…
- De verdad, no seas cría, Alba. Para una vez que nos vemos podrías dejar de…
- Ya te he dicho que no te conozco –repetí, nerviosa. La situación me estaba incomodando.- Ya… ya nos veremos.- dije, y me escabullí para enviarle un mensaje a Javier.
Instantáneamene, el móvil del desconocido sonó. Enarcando una ceja, se puso a escribir y, segundos más tarde, me llegó un mensaje de Javier que rezaba “¿podrías dejar de ser idiota?”
- ¿Qué haces con el móvil de Javier? –le increpé, asustada.
- ¿Qué qué hago con mi móvil, es la pregunta? Llevo el móvil de Javier porque yo soy Javier.
Su declaración me tomó por sorpresa, y una pequeña parte de mí se atrevió a considerarlo. En realidad, se le daba un aire a mi amigo, salvo que… no era él. La descripción podría concordar: castaño, estatura media, ojos marrones, pero, indudablemente, no era él.
Podía parecérsele, pero era otra persona.
Sin decidir si se trataba de algo inexplicable o una broma muy pesada farfullé algo y me fui corriendo hacia la parada del autobús. Él trató de seguirme llamándome por mi nombre, e incluso intentó cogerme del brazo. Mi teléfono sonó varias veces en el autobús, pero no lo miré. Algo en mí no quería saber más, mientras que la otra mitad estaba total y absolutamente furiosa con mi amigo.