Angband

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Melkor fue por fin capturado a causa de su despreocupación

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Melkor fue por fin capturado a causa de su despreocupación. Y su fortaleza Utumno, derribada. Algunos muchos de sus siervos buscaron refugio en Angband, y Mairon los recibió de mala gana; Las puertas eran rasgadas por las repugnantes uñas de orcos, y los gritos se alzaban hasta los oídos del Maia.

—Han sido ellos... —dijo un orco con un dejo de dificultad, pero qué podría hacer sino hablar para que el lugarteniente de Melkor no le arrancará la cabeza de sus hombros antes de perder la paciencia—. Se han llevado al señor... ¡No está! ¡Lo ataron y lo arrastraron!

Mairon arrojó lejos al escuálido bastardo; Lo observó alejarse y entrar temeroso. Volvió su mirada a su mano, con la que en la víspera lo hubo tomado por el cuello y sintió un profundo asco.

—Él ha sido el culpable de su irresponsabilidad... ¡Maldita sea! —dijo Mairon irritado, frustrado y bastante colérico.

Pero nadie le escucho o más bien, todos a su alrededor se hicieron los sordos. Se cruzó de brazos lanzando una enigmática mirada al oeste, donde seguramente Melkor no perdería el tiempo. Lo conocía bastante bien, y seguro después de un tiempo el vala volvería con un motín digno de una celebración.

—En su tiempo le he comunicado mi presentimiento... Y ese embustero sólo ha hecho oídos sordos.

Suspiró y se encogió de hombros viendo la avalancha fría de tareas que se le vendrían en tan sólo días. Frunció el entrecejo, sintiéndose estresado.

De nada servía gritar enfurecido, su voz se perdería con los bramidos de los orcos y simplemente, acrecentaría su locura.

—¡No más! —gritó y los orcos y trolls escucharon su vigorosa voz.

Mairon levantó la mano y su expresión, como siempre, era la misma de fastidio e impaciencia.

—¡Cierren las puertas! Quienes queden fuera que hagan lo que deseen por todas las tierras. Sea muerte o prosperidad lo que les espere, no es de importancia.

Y según las órdenes de la mano derecha de Melkor, las puertas fueron cerradas. Mairon dio la media vuelta internándose en la lóbrega oscuridad. Las puertas poco a poco avanzaron hasta encontrarse; algunos orcos corrían desesperados a empujones para alcanzar un lugar en la fortaleza, pero varios quedaron fuera.

Mairon dejó de preocuparse por el tiempo, dejó de pensar en la vuelta de Melkor porque era bastante obvio su regreso. Nadie y absolutamente nadie habló con Mairon durante aquel tiempo, y él sólo se dignó a dar órdenes tanto a orcos exploradores como a herreros.

Se volvió aún más reservado, callado y excelente para aparecer entre la oscuridad, pero un aura de enfado siempre emanó de él. Su cabello de rojo pasó a tornarse blanco. Sus ojos tan resplandecientes como el mismo infierno, cada vez que se posaban en algún siervo, éste temblaba. Y su voz tan ronca y áspera podría hacer temblar al mortal más valiente.
Lo que alguna vez fue hermoso en él, no era ahora más que una sombra del pasado. Una sombra de su ignorancia, le gustaba llamarlo.

Oscuros y desastrosos eran los días para Mairon, donde su conciencia nunca dejó de atormentarlo. Eran demasiados posibles caminos que se le ocurrían, que sentía la cabeza pesada por sobre los hombros. En momentos recordaba aquellas enseñanzas de Aulë que recibía con alegría, aquellas sonrisas de agradecimiento que recibía de Curumo, y pese a que eran hermosos recuerdos, una gran parte de sí los odiaba.

Poco a poco, Mairon caía en la locura. Pronto dejó de hablar, pronto dejó de aparecer en las salas donde se forjaban escudos, yelmos y espadas. Comenzó a perder la razón, a entregarse a la locura a causa de aquella soledad que él había escogido, sin embargo, hubo una sola luz en el túnel; la llegada de su amo apareció ante sus apagados ojos.

Aquel momento en que escuchó los atormentados gritos de Melkor su corazón dio un vuelco y sin esperar más, mandó a su auxilio a los Balrogs, con la extraña emoción de volver a ver al hombre que le hubo abierto los ojos; su Dios, su señor y amo, Morgoth.

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