1

74 5 0
                                    

Recuerdo muy bien el día en que papá trajo la primera muñeca en caja de cartón envuelta en muchos colores y atada con una cinta roja, aunque yo estaba muy lejos de imaginar cuánto iba a cambiar todo como consecuencia de esa llegada inesperada.
Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones, mi hermana Esther y yo teníamos planeadas un montón de cosas para hacer en el verano, cómo, por ejemplo, la construcción de un refugio en la rama más gruesa de la mata de Jobo, la cacería de mariposas, la organización de nuestra colección de sellos y las prácticas de béisbol en el patio de la casa, sin contar las ideas al cine en las tardes de domingo. Nuestro de vecino de enfrente se había ido ya con su familia a su casa de verano en la playa y esto me deja a Esther para mí solo durante todo el verano.
Esther tenía seis años el día en que papá llegó a casa con el regalo. Mi hermana estaba exitadísima mientras desataba nerviosamente la cinta y rompía el envoltorio. Yo me asomé por encima de su hombro y observé cómo iba surgiendo de los papeles arrugados aquel adefesio ridículo con trajecito azul que le dejaba al aire una buena parte de las piernas y los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y blanco, y en el centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que odie desde el primer momento.

La EnemigaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora