JEREMIAH

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Nunca creí que el cielo podría verse más hermoso hasta que el avión estuvo en él y pude observar por la ventana cómo las nubes cambiaban a tonalidades que no era posible ver desde la tierra, incluso en los mejores atardeceres. Las maravillosas formas que tomaba el algodón blanco que sobrevolaba lograban tranquilizar un poco el miedo y la emoción que hacían a mi corazón dar saltos y a mi estómago sentirse apretado como si de un nudo blake se tratara. No tenía nada que ver con que esta fuera mi primera vez viajando en avión, mi intranquilidad se debía al por qué estaba en ese avión, más exactamente a lo que me esperaba al aterrizar.

Hacía ya una semana que el papá de Milo se había presentado en la cafetería donde trabajaba mi tía para pedirle que me dejara acompañarlos al viaje que hacían cada año por las vacaciones. Yo ya estaba enterada, Milo me lo había contado la noche anterior mientras teníamos nuestra habitual llamada nocturna. Sin embargo, yo me había negado rotundamente; siempre me había sentido incómoda aceptando la ayuda y los constantes regalos que Milo y su padre insistían en obsequiarme.

Milo era el mejor amigo que una chica pudiera tener, eramos tan unidos que incluso terminábamos las frases del otro. Lo único que me molestaba realmente, era que él moría por compartir sus posesiones conmigo y curiosamente siempre le sobraban cosas que a mi me faltaban. Y aunque yo agradecía mucho poder usar desde sus libros de texto hasta su viejo mp3, no me sentía muy cómoda aceptando regalos nuevos, ni mucho menos viajes.

El padre de Milo, el señor Dylan Brown era el gerente de la sede en Nueva York de una de las empresas de comunicaciones más importantes del país. Prácticamente trabajaba para cumplir cada uno de los caprichos de su hijo, que no eran muchos en realidad ya que Milo era muy sencillo en comparación con el resto de chicos adinerados de la zona. Al principio me sentía bastante intimidada con su estilo de vida, pues aunque ya estaba familiarizada con el tipo de vida que llevaban los habitantes de Manhattan, donde se encontraba la cafetería que administraba mi tía, nunca había tenido la oportunidad de vivir un poco de esta vida, hasta que conocí a Milo.

Aún lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Conocer a Milo fue la mejor casualidad que pudo haberme ocurrido, fue mucho antes de que nos mudaramos a Brooklyn, cuando mi tía era aún una mesera en la cafetería que ahora administra. En esa época viviamos en Queens, al otro lado de la ciudad.

Era una tarde lluviosa de noviembre, y yo tenía tan sólo diez años, estaba en los escalones de la escuela esperando a mi tía que se estaba demorando más de lo usual en pasar por mí. A medida que pasaban los minutos la lluvia se hacía más pesada y el resto de los niños desaparecían con sus padres o sus hermanos mayores. Yo me habría podido ir sola pues la cafetería quedaba a tan sólo unas cuadras de la escuela, el problema era que no tenía un paraguas y no podía mojar mis libros de texto, nos había costado mucho conseguirlos todos a pesar de que eran de segunda mano. Es así que decidí quedarme sentada a esperar a que mi tía apareciera con un paraguas o a que pasara un poco la lluvia, lo que ocurriera primero.

Mis tripas empezaban a hacer sonidos de protesta cuando vi a un niño de mi edad pasar frente a mí con un paraguas. Me di cuenta por el uniforme, que asistía a una escuela privada, pues en las escuelas del gobierno, como a la que yo asistía, no llevábamos uniformes. Me quedé mirando la gracia con la que caminaba el chico, como un adulto en el cuerpo de un niño, cómo lucía el uniforme tan impecable y pulcro y cómo pensaba para dar cada paso tratando de no mojar sus zapatos. Entonces él giró la cabeza al sentirse observado y nuestros ojos se encontraron unos segundos, sólo hasta que retiré la mirada hacia mis pies y comencé a chapotear un poco en el charquito que tenía en frente.

– No deberías hacer eso, se ensuciarán tus medias – escuché decir al chico que había empezado a subir los escalones. Levanté la mirada pero no pronuncié respuesta, sólo detuve el juego que tenía con los pies y me encogí tímida – ¿Qué haces ahí sola? – preguntó el niño que se veía bastante más alto desde cerca.

– Espero a que deje de llover – respondí en voz baja y la mirada clavada al suelo. No me sentía cómoda hablando con extraños, ni con conocidos en realidad.

– ¿Vives cerca? – preguntó el chico sentándose a mi lado.

– No, vivo al otro lado de la ciudad – esta vez lo miré y la sonrisa amable dibujada en el rostro del chico me hizo sentir más cómoda.

– ¿Vas al paradero entonces?

– No, voy a la cafetería donde trabaja mi tía.

– Vamos, te llevaré – dijo el niño poniéndose de pie y tendiéndome una mano.

– No debo ir con desconocidos – objeté.

– Bien dicho. – dijo el chico sonriéndome –. Mi nombre es Milo, tengo once años y vivo aquí cerca, ¿cómo te llamas tú?

– Jeremiah – respondí con timidez, como me ocurría cada vez que tenía que presentarme. Los niños de la escuela se burlaban pues decían que tenía nombre de niño, pero yo no tenía la culpa de que mi madre hubiera decidido llamarme como mi abuelo.

– Bonito nombre, ya no somos desconocidos. Vamos – dijo el chico tendiéndome una mano nuevamente, yo dudé por unos segundos, pero tras pensármelo bien tomé la mano de Milo y me encaminé con él.

Desde ese día se hizo una costumbre de Milo recogerme en la escuela, llevarme a la cafetería, correr a su casa a cambiarse de ropa y luego volver corriendo con tareas y juegos, alegrándome la tarde, pues yo no podía volver sola a casa. Tenía que quedarme en una mesa del local o en la oficina hasta que mi tía acabara el turno.

Nuestra amistad se desarrolló con los años convirtiéndonos en un apoyo el uno para el otro en los momentos más difíciles de la niñez y parte de la adolescencia.

Después de un tiempo, cuando el señor Malcom estuvo muy ocupado con el resto de sus negocios y le dio la administración de la cafetería a mi tía y por lo tanto un aumento, pudimos costear un apartamento en Brooklyn. Esos días fueron los más felices para Milo y para mí; nos encontrábamos a tan sólo quince minutos de distancia en bicicleta el uno del otro, haciéndonos más unidos si era posible.

Sin embargo, ahora, faltando dos años para graduarnos, el señor Brown había decidido inscribir a Milo en un internado, por lo que dejaríamos de vernos tan seguido. Por esto no se me hizo extraño que el señor Brown hubiera decidido incluirme en las vacaciones, pues este verano sería la última vez que Milo y yo pasaríamos tanto tiempo juntos en los próximos dos años. El problema era que mi orgullo era más grande que las ganas de viajar con ellos.

– Vamos a Los Ángeles Jeremiah. Estaremos a cinco horas de Hawaii – había dicho Milo esa noche, a sabiendas de que eso me haría aceptar de inmediato, pues el lugar de me ponía a sólo ochocientos kilómetros de Honolulu. Siete mil más cerca de lo que estaba ahora en mi pequeño apartamento en Brooklyn.

Mi corazón estuvo dando saltos toda la noche. Y esa mañana cuando mi tía aceptó que fuera al viaje con Milo y su padre; lo único que ocupaba mi mente, y la de Milo para tal caso, no era pasar tiempo juntos antes de despedirnos por mucho tiempo; era la forma en la que íbamos a lograr que yo, Jeremiah Scott de dieciséis años llegara a Hawaii. Con la ayuda de Milo Brown de diecisiete, y todo esto sin que el señor Brown se diera cuenta.

Un repentino golpe proveniente de la parte inferior del avión me hizo despertar de mi ensoñación informándome del aterrizaje, Milo que dormitaba a mi lado abrió los ojos mostrándose un poco alterado por el estruendo.

– Llegamos – dije más para mi misma que para el chico a mi lado, Milo me dio un apretón en la mano y me obsequió una sonrisa tranquilizadora sin pronunciar palabra.

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