Los navíos rompían las aguas,
a su paso, las olas se abrían,
nunca fuerza mayor en el mar habitó,
que aquella coraza de madera escarlatita.
Un caballero, temerario como león,
recorría las aguas en búsqueda,
de aquello que le mandaba el corazón,
sin temor alguno, a la suerte aboveda.
Sorteó miles de venturas,
todas repletas de cuitas y penumbras,
pero al caballero no le importó,
ni siquiera enfrentarse al más fiero de los monstruos.
Por el numen de los dioses,
las obedientes aguas,
empujaron la nave a una isla,
misteriosa como la suerte fragua.
Una laguna en el centro se juntaba,
espejo del cielo,
que en su faz la luna se pintaba,
radiante y en desvelo.
El caballero, envuelto en una armadura de metal,
reluciente cual sol a de brillar,
se acercó al centro,
guiado por su corazón fiero.
En la laguna brilló,
una mujer de piel de marfil,
con ojos hermosos y relucientes,
como el océano añil.
El caballero fue tocado por el amor,
al ver a la débil joven,
cubierta por las aguas en son,
como si fueran un blanco orbe.
Los brazos del mancebo,
se hundieron cual placebo,
sobre mantas de olas,
sacando a la joven entre escollas.
El caballero enamorado,
llevó a su doncella rescatada,
hacía un lugar seguro,
de entre las mares y encrucijadas.