EN LAS ENTRELÍNEAS DE LA MANO...

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Parte dos

Silvia la manicurista, se la vive hablando mal de los hombres.
Su teoría es simple: los hombres no sirven para nada y punto.
Los rarísimos ejemplares que sirven para algo sólo tienen dos usos: matar cucarachas y cambiar focos; no es casual que las mujeres prefieren a los hombres más altos.
Tal vez Silvia habla de esa manera porque su marido la abandonó. El tipo es uno de esos parásitos que tiene alergia a todo tipo de trabajo, incluso a los pequeños servicios domésticos, como ajustar tornillos de cambiar focos. ¡Y, para colmo, se muere de miedo con las cucarachas! Siempre andaba con un periódico bajo el brazo para fingir que estaba Buscando empleo, pero su única ocupación era desplegar sus encantos entre las clientas del salón. Resumiendo la historia: un día se marchó con una pedicurista llevándose todo el dinero de la caja y la tarjeta de crédito de la --literalmente-- pobre Silvia.
Ella se quedo unos días en cama, se acabó la caja de pañuelos desechables, hasta pensó en cerrar el salón y volver a su pueblo. Pero la depresión acabó cuando Silvia había en la televisión un reportaje sobre los estragos que provoca el llanto de en el organismo, como arrugas, estrías y canas sin hablar de los senos, que pierden firmeza, y dejan la piel grasosa y llena de espinillas.
Silvia fue hasta el espejo del cuarto de baño y le dijo a su reflejo:
--¿Quieres que te diga una cosa? Ese infeliz no merece nuestro sufrimiento. Ningún hombre lo merece.
Al día siguiente, se despertó muy temprano, se dio un baño prolongado y llegó silbando al salón. Se pasó más de un año trabajando como una esclava, sin domingos ni centro comercial ni cine, hasta pagar todas las deudas que el parásito le dejó. Pero al poco tiempo logró darle un vuelco a la situación y, paso a paso, multiplicó la clientela y acabo convirtiéndose en propietaria del salón más elegante y concurrido del barrio. Para conseguir turno, es necesario llevar con varios días de antelación. Y el teléfono marca ocupado todo el tiempo. Cuando consigues que te atiendan, la secretaria, Mariángeles, responde con voz de contestadora automática: ¡Buenos días, salón de Silvia! ¿Quién habla? Mi madre siempre va al salón después de reñir con mi padre. Yo pensaba que su afán era sentirse más guapa, pero después descubrí que eso no tiene nada que ver con la vanidad. Claro que aprovecha para tratar se fundó las uñas, que le quiten las cutículas y le pongan una base de esmalte. Pero lo que realmente quiere es saberlo Sorpresas del destino: Silvia, además de manicurista, tiene talento de gitana y lee la palma de las manos. Las clientas pagan por las uñas y, por añadidura, obtienen noticias del futuro.
Fue por saber el futuro de su matrimonio por lo que mi madre llamó al salón, la tarde del día en que rompió la bandeja de cristal. Mejor dicho, intentó llamar. Por más que pulso las teclas, no conseguí atinar con el número y fue pedirme ayuda antes de perder la paciencia y tirar el teléfono por la ventana.
Ya me estaba saliendo humo de la oreja cuando finalmente Mariángeles Atendió y dijo que sólo tenía un hueco el fin de semana, a causa de una cancelación de última hora. Intente transmitirle ese recado a mi madre, pero no me dejó terminar. Me arrancó el teléfono de las manos y vociferó que era una cuestión de vida o muerte, que su matrimonio había llegado al límite, que si no la tenían la prendería fuego al salón.
A mi abuela le encantaba diseñar ropa en la cocina, se despertaba temprano para salir a caminar y era socio de un club de la tercera edad donde practicaba bailes de salón. Pero eso fue antes del derrame, que le borró la memoria y buena parte de los movimientos. Llegó a ir algunas sesiones de fisioterapia, pero no tenía paciencia para repetir los ejercicios y lo único que consiguió fue volver a aprender a tomar sopa. Actualmente se pasa todo el tiempo en la cama, mirando fijo al techo o rascando la pintura de la pared con las uñas. Sólo sale de la habitación trastabillando (casi siempre apoyada en mi hombro) y casi no reconoce a nadie.
Una persona en ese estado necesitaría una enfermera las 24 horas, pero las candidatas que aparecen o son muy rubias o muy jóvenes o muy altas o muy escotadas: en fin, todas tienen defectos imperdonables para una esposa insegura. Mi madre alega que está intentando de reducir los gastos de la casa. Yo no lo creo. Pienso que los celos explican tanto sacrificio: como si no tuviera bastante con las clases de la facultad, insiste en cuidar a mi abuela, preparar la comida y hacer la limpieza. Ocurre que la Súper Sonia no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Así que la carga acaba cayendo sobre mí. Como no sé cocinar ni lavar, mi tarea es pasar las tardes con la abuela Nina.
Pero no aquella tarde. Cuando mi madre colgó el teléfono de un golpe y salió de casa insultando el destino, pensé que tenía la obligación de ir tras ella. Le pedí a Santa Juana de Arco que se ocupará de mi abuela, cerré bien la puerta y no espere el elevador. Bajé las escaleras saltando escalones y alcance a la precipitada de mi madre en la esquina.
Mi padre se fue en coche para llevar a Alex a urgencias, por eso fuimos hasta el edificio (casa arriba, salón abajo) donde Silvia vive con su hijo.
La caminata sirvió para enfriar la cabeza y despejar la rabia de mi madre: entró en el salón diciendo Buenas tardes, se acercó al mostrador y le pidió disculpas a la secretaría en un susurro. Mariángeles se levantó y fue a llamar a la jefa.
Yo me había preparado para una larga espera, pero Silvia sintió que mi madre necesitaba afecto y no escatimó atenciones: nos llevó hasta el sofá, mandó servir un cafecito y dijo que no tardaría.
La clienta que estaba en turno, una tal Pili, narraba Con lujo de detalle su más reciente cirugía plástica. ¿Que me interesaba saber la cantidad de silicón que se había inyectado en cada pecho, cuántos días estuvo ingresada y lo que acostada cada día en el hospital? Hubo un momento en que cerré los ojos, para simular que estaba durmiendo, y me concentré deseando que algún científico chiflado inventara un control remoto para las personas: un pequeño instrumento portátil que copiar en un bolsillo y tuviera las mismas funciones que el control remoto de una televisión. Pulsando el botón silencio, yo podría quitar la voz de mi padre y la de mi madre cada vez que comenzarán a reñir. El botón pausa congelaría los gestos de Alex siempre que se metiera conmigo. Y, en casos más graves, como el de esa clienta la solución sería hacer clic en el botón apagar.
Pensándolo bien tal vez un perro sea más eficaz que se control remoto; con toda seguridad un chucho del tamaño de Federico, que entró al ladrón en el salón y casi mató a Pili del susto. Silvia aún no había terminado su trabajo, pero la pretenciosa de pily se levantó de un salto y se marchó tan asustada que ni se acordó de pagar.
Es horrible definir a una persona con una sola palabra, pero si tuviera que elegir un adjetivo para el hijo de Silvia... ¿Callado No, no. Callado es poco. Tal vez mudo. Junior no abre la boca ni para bostezar. Hace tiempo que estamos en el mismo salón, creo que desde siempre, pero nunca hemos hablado nada serio: sólo hola, adiós y nada más. Las pocas veces en que propuesto algún tema, él ha respondido como monosílabos (agudo sólo en el acento) y no apartado los ojos del suelo.
Silvia le ha dicho a su madre Que el silencio de Junior es una defensa contra la indiferencia de su padre. Después de que el tipo tubo a felicidade empacar y desaparecer de la casa, el chico se sintió más suelto, entró en el equipo de fútbol de la escuela y comenzó a ir a las fiestas del grupo. Pero no por ello perdió la timidez. Casi se muere de vergüenza delante de las clientas y sólo entra en el salón cuando no hay más remedio, casi siempre para buscar al perro, que vive saltando al portón del patio.
Fue lo que ocurrió después de que Federico le gruñó a Pili. Daba pena ver al pobre Junior en medio de aquel harén, corriendo detrás del Chucho. Cuando los labios del chico comenzaron a temblar, yo pensé que era de los nervios. ¿O tal vez estaba riendo de mí?
Sí, porque mi situación era francamente graciosa. Federico dio una vuelta por el salón, olisqueando sandalias y tobillos, salto al sofá y se instaló en mi regazo. Si fuera un animal pequeño, vaya y pase, pero ¿como mecer aún perro del tamaño de un pitbull? Junior se dio cuenta de mi pánico y explicó que el perro no era malo, no, sólo había elegido mi regazo porque yo le gustaba. El elogio me dijo más tranquila. En cámara lenta, me arriesgué a hacerle una caricia y conseguí, a cambio, una lamida en el cuello.
Acto seguido, Junior trono los dedos y sacó a Federico de escena. Silvia pido disculpas por la confusión y se sentó a nuestro lado en el sofá. Mi madre fue al grano y le contó la comida en detalle: la discusión con mi padre, la bandeja de cristal rota, el budín desparramado en el comedor y la herida en la frente de Alex. Todo eso, claro, susurrando, para eludir los oídos sensibles de las clientas. Por fin, mostró la palma dela mano y quiso saber que había escrito en la línea del amor. O de lo que quedaba del amor.
En ese instante, me acordé de la abuela Nina, completamente sola en el departamento. ¿Y si quisiera ir al baño? ¿Si tuviera hambre? ¿Si le diera uno de aquellos ataques de tos que nacían como una inocente carraspeó y acababan con la boca morada? Para distraerme, tome una revista. Comenzó a ojear la vida de los artistas y Noté que la dueña del salón también estaba interesada... Pero no en los chismes de la telenovela. Lo que la llamó la atención fue mi mano izquierda, abandonada sobre el brazo del sillón con la palma vuelta hacia arriba. Silvia ignoró el blablablá de mi madre y dijo que la línea de mi destino tenía un trazo muy especial.
Nunca he hecho caso a todo ese rollo de hechadores de cartas, gitanas, videntes, brujas; en fin, esa tribu esotérica que entra en sintonía con el más allá para captar energías cósmicas e intentar adivinar lo que va a ocurrir pasado mañana. ¿Sinceramente? Creo que el futuro no es cosa nuestra. Si una chica llega a saber que tiene por delante una sorpresa maravillosa, tipo despertar la pasión de un millonario griego ganar sola toda la lotería acumulada, se pasará el resto de su vida esperando la fortuna de brazos cruzados.
¿Y si la previsión es catastrófica?: un meteoro caerá en tu cabeza, no importa donde estés. La reacción, en ese caso, es parecida: dejar la vida de lado, quedarse día y noche mirando hacia arriba y pegarse un susto cada vez que una piedra cae sobre el tejado.
A pesar de mi lado incrédulo, Silvia me sujeto a la muñeca y pasó su larga uña por la palma de mi mano. Se quedó un rato en silencio, con la boca abierta y los ojos húmedos, y confesó que nunca había leído un futuro tan... Hizo unos minutos de pausa, como si estuviera buscando, en el vasto repertorio de la quiromancia, un adjetivo a la altura de mi destino.
--¿Tan qué?-- preguntó mi madre, temiendo que alguna desgracia estuviera acechándome a la vuelta de la esquina. Me dieron ganas de reír, pero pensé que una carcajada podía acabar con aquel clima de incienso hindú. Silvia respiró hondo y finalmente reveló que yo tenía... ¡Poderes!
Mi madre y yo nos quedamos expectantes: ¿cómo poderes? ¿Poderes para hacer qué?
Silvia me besó la mano y afirmó que yo poseía el don de hacer todo lo que quisiera. Las líneas y entre líneas de mi destino no conocen límites. Usando la imaginación, yo sería capaz de realizar cualquier cosa.
Los ojos de mi madre brillaron:
--¿Quieres decir que Juana podría, digamos salvar mi matrimonio?
Silvia aseguro que, si yo me lo propusiera, podría salvar el mundo. No hubo tiempo de hablar de nada más, porque en eso llegó la clienta de las cuatro. Era momento de que la vidente volviera a ser manicurista.


PODEROSA  ( una chica con el mundo en su mano)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora