Cuando Cosme se levantó esa mañana sintió un ligero picor en la pantorrilla derecha. Se estuvo rascando todo el día hasta dejar su pierna roja y palpitante. Hasta compró una crema para picaduras de insectos pensando que alguna araña u otra criatura ponzoñosa le había dejado un regalito al apestoso humano. Pero no funcionó. A la noche, la picazón se había calmado un poco pero estaba lejos de desaparecer. Para sacarse un poco la idea de esa molestia de la cabeza, Cosme optó por mirar televisión antes que dormir. Debía despejar la cabeza o la manía de comodidad que padecía no lo dejaría en paz hasta que la comezón terminara. Aún sus programas favoritos y alguna porno de última hora no fueron suficientes para que el sueño lo dominase. Pero como suele suceder muchas veces, los ojos, de un momento para otro, se le cerraron y sin saberlo se vio en medio de un sueño o una pesadilla. No lo recordaría al otro día, porque esa jornada sería peor que la anterior. El picor había vuelto y por triplicado. Además de la zona de la pantorrilla, el antebrazo izquierdo y la nalga también estaban afectados por un intenso escozor. No le bastaron las uñas a Cosme para menguar su creciente irritabilidad. Agotó su crema en esas zonas y fue corriendo a la farmacia en busca de más. Pero nada. Esperaría que pasara ese día e iría al dermatólogo si el mal no desistía. Estando en el trabajo (Cosme era dueño de una tienda de comestibles que él llevaba solo), una mujer se había acercado a la caja con un saché de leche para preguntarle cómo se le había ocurrido dejar un producto que había vencido hacía dos días para que algún cliente desprevenido lo comprara, pero Cosme no le respondió. Toda su persona estaba trabajando en la dura tarea de calmar su terrible comezón. Por algún motivo creía que si concentraba toda su mente en esa empresa, la molestia terminaría por ceder. El poder de la mente todo lo podía. Con excepción de un escozor cutáneo. La señora subió su voz y golpeó el mostrador con el saché de leche para acentuar su enfado y justo en ese momento, la expresión de Cosme cambió. Sus ojos se abrieron tanto que se notaba la circunferencia de los globos oculares en la parte superior de las cuencas. La señora frenó sus quejas y dejó caer el saché de leche cuando vio, espantada, una enorme, viscosa y sangrienta cucaracha aparecer por una herida abierta en el antebrazo de Cosme. La sorpresa no fue menos desagradable para él, quien de inmediato saltó hacia atrás, víctima de un terror atávico, tapándose la herida del brazo como si temiera que la cucaracha volviera a meterse a toda carrera. Cuando la señora salió disparada hacia fuera de la tienda, dejando la leche vencida derramándose en el suelo, Cosme se sacó un zapato y con la poca cautela que pudo acumular en ese momento, aplastó a la cucaracha que segundos antes lo observaba moviendo sus dos antenas de un modo que a Cosme le pareció la insinuación de un reto.
Fue al hospital a que le revisasen la herida, pero más que nada a buscar explicaciones de por qué una cucaracha acababa de salir de su antebrazo, bañada en sangre, como si hubiese estado arrastrándose por su carne o más absurdo todavía, por sus venas. Los médicos le cosieron la herida luego de desinfectarla, le dieron algunos antibióticos y le ofrecieron casi ninguna respuesta satisfactoria al respecto de la cucaracha. Cosme les explicó que sentía una terrible picazón en algunas partes del cuerpo pero ellos insistían en que lo mejor sería hacer una limpieza a fondo de la casa para eliminar todos los insectos que pudiesen estar habitándola. Seguramente su cuerpo había sido usado como plato principal para los ácaros o pulgas, que podría haber a miles en su hogar. Pero ningún ácaro, ninguna chinche o pulga. «¡Cu-ca-ra-chas!». Los médicos le hicieron algunos exámenes de rutina más y le recetaron unas píldoras y cremas asegurándole que en poco tiempo iban a desaparecer esas inclemencias en la piel.
Pero nada desapareció. Al otro día, el cuerpo de Cosme era un enjambre de picaduras. Su piel se había tornado rojiza en toda la extensión de su físico y unos pequeños granos y manchas se habían levantado aquí y allá desde los pies hasta la cabeza. Faltó al trabajo. Decidió dedicar todo el día a sanar su mal, ir de nuevo al médico y agotar todos los remedios posibles. Al caer la tarde, Cosme estaba tirado en la cama. Hacía unos momentos que su doméstica había hecho una limpieza total de cada rincón de su casa. Estaba atento, absorto, examinando cada centímetro de su cuerpo, temiendo que otra inmunda cucaracha se asomase por alguna nueva herida abierta. Se palpaba la piel esperando sentir un cuerpo extraño deslizándose por su interior. Estaba decidido a volver al médico. Había pedido turno a un dermatólogo que trabajaba con su mutual. «El mejor» le había dicho la secretaria de la mutual. Solo quedaban dos horas para ir a la clínica, cuando en su pierna izquierda sintió un ardor que superaba al picor. Al observar con la garganta endurecida del pánico, Cosme sólo atinó a gritar cuando las antenas y las patas rojas de una cucaracha se abrían paso al exterior desde debajo de su piel. Revolvió sábanas, tiró almohadas al piso, saltó dotado de una fuerza sobrehumana lejos del lecho y agarró el primer calzado que vio a su lado, junto con el insecticida que había sacado de su tienda. Roció al animal que plácidamente seguía en la cama apuntando sus antenas hacia él. El bicho se dio vuelta y quedo retorciéndose de espaldas, moviendo todas sus patitas hasta expirar definitivamente, cubierto de veneno y sangre. Acto seguido, Cosme lo remató de un zapatazo. Jadeante, con los nervios crispados y punzantes, quiso tomar al insecto y meterlo en un frasco. Debía ser evidencia suficiente para los médicos. Así sabrían que él no mentía, que realmente había cucarachas viviendo en su interior. Pero cuando se disponía a ello, de la mano que sostenía el frasco, comenzaron a caer algunas gotas de sangre. Cosme lanzó el receptáculo a la cama y vio que otra cucaracha, más pequeña, estaba posada en la palma de su mano y rápidamente trepaba por su brazo dejando huellas de líneas sanguinolentas a lo largo de su recorrido. La aplastó con todas sus fuerzas, con la energía de un loco gritando de horror y de placer. El insecto cayó al suelo dejando restos de entrañas sobre la piel de Cosme. Sin demorarse corrió al baño y buscó en su botiquín alcohol y bandas para tratarse las heridas. Tomó el jarro de nuevo y metió en su interior los dos cuerpos de los insectos. Más pruebas para los escépticos. Se vistió rápidamente. Llegaría temprano a la cita con su médico. No le importaba. Pero de repente la picazón se intensificó. Cosme tuvo que dejar el frasco a un lado y rascarse con sus dos manos por todos lados. Era tan insoportable la picazón que el hombre cayó de rodillas, gritando, mientras gastaba sus uñas en toda su piel. Grandes y ardientes surcos de sangre lo atravesaban en todas direcciones. Quería a toda costa quitarse la piel con sus uñas, pensando en su frenesí, que así todo terminaría. Sin piel no habría escozor. Sin piel le llegaría por fin la calma. Ahora, gruesos hilos de sangre le bañaban el cuerpo. El suelo y los muebles cercanos estaban salpicados de rojo pero las uñas de Cosme seguían encarnizadas en la misión de acabar con el ardor que producían esos insectos hijos de puta.
Súbitamente, todo quedó en calma. La picazón había desaparecido. Cosme se había paralizado, con las manos sobre su abdomen e, incrédulo, miraba todo su cuerpo. Era un erial carcomido, arañado, un terreno de sangre, piel hecha jirones y heridas rezumantes. Un fuego lo invadía por completo. Un fuego que llevaba la marca de la autoflagelación. Pero el escozor había desaparecido. A Cosme no le importaba por qué. Se sentía en paz, el placer volvía a él luego de una ausencia que le pareció incalculablemente larga. Se reía con ganas, sin control, llevándose sus manos al estómago que se convulsionaba con las incesantes carcajadas. Cosme giraba de un lado hacia otro en el suelo, presa de espasmos y congestiones, pero libre de todo tormento.
Fue en ese momento cuando decenas de cucarachas salieron despedidas de varias zonas de su cuerpo. De sus mejillas salieron cuatro, diez lo hicieron de sus piernas y cinco más de sus pies. Su cuello abrió nuevas puertas para que salieran seis más, gordas y sangrientas. Todas se dispersaron por el suelo de la sala. Cosme gritaba, pataleaba, daba manotazos a cualquiera de los bichos que pasara por su campo de visión. Se puso de pie, hecho un reguero de sangre y con furiosas marcas de arañazos. Empezó a aplastar a todas las cucarachas que veía. Les tiró lámparas, cojines, el teléfono. Alzó una mesita de café y la arrojó con furor cuando vio a algunas de ellas ascender por uno de los muros. El mueble se hizo pedazos pero se llevó consigo a un par de esas inmundicias. El resto de ellas seguía corriendo de aquí para allá, rodeando a Cosme en algunos momentos para volver a alejarse. La ira y el dolor de Cosme habían llegado a un grado tal, que no le importaba quedarse sin casa si eso significaba castigar a esos diminutos monstruos. A la mierda el médico, a la mierda la salud. Ellas debían pagar. Buscó, no solo el insecticida familiar que se había traído de su tienda, sino cada veneno que guardaba en su casa sin importar para qué sirviera. Iba a darles con todo lo que tenía. Que murieran con sufrimiento, que se arrastraran del dolor como él lo había hecho. Tal vez sería el primer humano que escuchara gritar de dolor a una cucaracha. Roció por todas partes. Piso, paredes, detrás de muebles, en el baño, en la heladera, adentro y afuera, en toda su ropa... en fin, no dejó ningún milímetro libre de veneno. No descansó hasta agotar todo su arsenal, hasta la última gota de sus municiones. Se sentía mareado, con náuseas y agotado por los gases tóxicos, pero se alegró de verdad cuando ya no vio a ningún estúpido animalillo. Decidió salir afuera, a tomar aire fresco, a despejar sus pulmones de esos tufos mortíferos, pero antes de dar dos pasos hacia la puerta de salida, sintió arriba de su pie un ligero cosquilleo. Instintivamente dio un enérgico pisotón con su otro pie en ese lugar, pero, para su horror, la última patita de la cucaracha ya había entrado en su cuerpo y penetraba pesada y lentamente dentro de su carne hasta no verse más.
No hubo cosquilleo después de eso, ni escozor, tampoco ninguna molestia cutánea. Pero Cosme supo que por sus venas ahora corría la misma suerte que los insectos. Con la resignación de alguien para el que está todo perdido, salió al exterior y miró hacia un cielo azul y límpido. Soltó una carcajada al tiempo que se precipitaba lentamente al suelo. Mientras caía para siempre en el sueño eterno, con ironía se acordó de una frase que leyó en la etiqueta de uno de los insecticidas: «Llevan el veneno al nido donde matan a las demás cucarachas».
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Las cucarachas de Cosme
HorrorCosme sufre de una particular invasión de cucarachas. Y cuando digo "particular", me refiero a única en su clase...