La que escribe ahora es una mujer nueva, no es ya los despojos que tu crueldad y egoísmo dejaron anoche arrodillados ante una acera húmeda por la lluvia que caía. Se acabaron las lágrimas por ti, sufrir por ti, sentir por ti... soñar contigo.
Tres días de ausencia y al segundo ya te habías arrojado a los brazos de otra bruja para al día siguiente conseguirte otra compañera inmortal. Dime, ¿eres feliz ahora? ¿No pudiste esperar? ¿Esta era la vida que me esperaba a tu lado? Gracias por hacérmelo saber antes de que fuera demasiado tarde.
Anoche derramé todas las lágrimas que me quedaban mientras mi corazón se quebraba en más pedazos de los que ninguna magia pudiera recomponer. Sangraba mi corazón dejando un sendero escarlata en mi camino en esa noche en la que descubrí que el hermoso jazmín que tanto admirabas no era suficiente para alguien como tú. La fragancia del débil jazmín es efímera, como la arena que se escapa entre los dedos y al final, no puede competir con el aroma de las rosas. Ahora lo sé...
A las puertas de roble de un palacio fui a derramar mis últimas lágrimas mientras con mis nudillos golpeaba la puerta sin obtener respuesta. Supliqué por su perdón, rogué por su clemencia, grité su nombre... todo en vano. Sangrando acabé, dejando de sentir dolor en mis manos a cada golpe de llamada que daba cuando, al darme ya por vencida, una mano helada tomó las mías.
No merecía su perdón. Me había dejado deslumbrar durante años por una simple fantasía, abandonando lo único que era real: su presencia. Él siempre estaba ahí... Me hizo pasar a aquel enorme palacio que a mí me parecía un laberinto y a su cuerpo me aferré con fuerza, como niña que teme perderse de su papá aunque yo sabía que él recorrería el mundo y lo pondría patas arriba por encontrarme.
De sus labios no salió ninguna falsa promesa pues sus ojos reflejaban lo que su corazón albergaba. Él era como yo: un alma eternamente enamorada de algo que jamás podría ser. ¿Qué mejor consuelo para ambos? ¿Quién podría comprendernos mejor que nosotros mismos? De su mano recorrí cada estancia, sabiendo que nunca sería su Diosa romana pero sí su pequeña Emperatriz, la Reina de su palacio y de mis labios surgió una promesa.
- Soy vuestra, mi señor Marius. Haced de mí vuestra voluntad.
Ahora que los rayos del sol le obligan a ocultarse, recorro el palacio observando cómo los sirvientes se inclinan a mi paso. Mis pies caminan ahora sobre alfombras de pétalos de rosas rojas como los ropajes de terciopelo que me envuelven. Terciopelo rojo... siempre será desde hoy un doloroso recuerdo... el terciopelo rojo...