CAPÍTULO VIII. La Curiosidad Mató al Gato o... Casi.

3.4K 105 56
                                    

AMAIA

Puse el brazo sobre mi cara tratando de librar a mis pobres ojos irritados por la falta de sueño de las primeras luces de la mañana, colándose a través de los agujeritos de la persiana. Gemí, de forma tan ronca y tosca que parecí más un animal que un ser humano.

Apenas había dormido en toda la noche, mi conciencia pesaba. Verlo, hablar con él, había sido muchísimo peor de lo que jamás hubiera imaginado. Pero no había sido solo eso.

Él me había tocado. Varias veces.

Y yo ni si quiera había reparado en ello hasta que yo misma lo había hecho sin darme cuenta, durante el casi accidente de coche. Cualquier persona normal no le daría ninguna importancia a este hecho, tampoco estaría asustada.

Pero desde lo que pasó hacía tres años yo no había dejado que nadie me tocara. La terapia, aunque efectiva, era lenta. Solo hacía un año y medio que había avanzado un poco permitiendo que la gente con la que tenía confianza pudiera darme un beso en la mejilla, darme la mano o un abrazo, si yo antes lo consentía. Sin embargo, las ganas de vomitar, los temblores, y la falta de aire cada vez que alguien me golpeaba sin querer, me rozaba o chocaba conmigo, seguían ahí, solo que soportados y contenidos con muchísimo esfuerzo.

Y Alfred me había abrazado en un segundo y yo no había sufrido ni un solo síntoma. Yo misma había buscado su toque ¿Qué demonios estaba mal conmigo?

- Lo siento.

Estaba tan metida en mis pensamientos que oír la voz de Aitana en el salón fue como si me hubieran sacudido para despertarme.

- No quiero hablar de esto.

Él estaba aquí.

Miré el despertador sobre la mesita derecha con el temor en mi cuerpo de haber perdido el tren. Las diez y media, aún era temprano ¿Había venido a recogerme para ir a la estación? ¿Por qué...? Entonces recordé el contrato y cómo a partir de el momento en el que cada uno de nuestros bolígrafos había dibujado el último tramo de sus respectivas firmas, estábamos atados el uno al otro como si nos hubieran esposado juntos.

- No me mires así. No tomé ningún bando porque esto no es una guerra -sentí su voz como si ella estuviera a punto de romperse- Actué según lo que creí que era mejor para ambos.

No entendí bien la respuesta de él y la curiosidad me iba matar de un momento a otro, así que me levanté de la cama y me acerqué de puntillas a la puerta para evitar que esa pequeña barrera hiciera que me perdiera algo.

- No me digas que no ya no te importa nada de esto porque cuando abrí la puerta he visto esa mirada.

- Te quiero, monito, pero ya basta. No te estoy culpando. Solo déjalo estar.

- No quiero que os hagáis daño, Al. Os quiero a ambos. No sé en que diablos estáis metidos pero tiene que parar. Sólo os habéis visto durante unas horas y tú pareces un caminante y ella no me ha dejado pegar ojo en toda la noche entre las vueltas en la cama, los paseos por la habitación y los lloros.

- Créeme, soy el primero que quiere no volver a verla en la vida. Pero ambos estamos atrapados.

- ¿Se lo has dicho a Julia?

Silencio. Un silencio que pesó tan fuerte en mi pecho cómo ese nombre desconocido.

Había tenido suficiente, creo que era hora de dejar de escuchar conversaciones a escondidas. Abrí la puerta y recorrí el pequeño tramo de pasillo que separaba el salón de mi cuarto.

Alfred, al que se le veía con toda la intención de contestar, se paró en seco cuando me vio. Le odié por un momento. No era justo, yo estaba echa un maldito desastre y él parecía salido de una puñetera revista con el pelo despeinado, una sudadera ancha y las benditas gafas de pasta. Ni rastro ni de cara hinchada, ni de cansancio, maldito fuera. Sólo unas pequeñas ojeras parecían mostrar algo de falta de sueño y rompían el esquema de seguridad en su postura. Y aunque ayer ambos nos viéramos destrozados, me pregunté hasta que punto a él le había afectado nuestra discusión.

Una Nueva VersiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora