Prólogo

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Estaba aburrido y el espacio en el vidrio empañado de su ventanilla ya no le era suficiente para los tantos dibujos que llevaba haciendo. No entendía muy bien qué estaba pasando esa vez. Sus papás le habían pedido que se quedara en el auto a rajatablas, y aunque él ya estaba acostumbrado a las huidas veloces tras una larga espera en aquel momento los minutos le parecieron interminables.

Absorto en lo que cualquier niño de cinco años puede encontrarse, se quedó doblemente pasmado al ver que su mamá llegaba al asiento trasero con una maraña dorada dos años menor que él en brazos y detrás el viejo que apenas le dio tiempo a cerrar la puerta antes de salir arando por las calles de adoquines.

Miró a la criatura a su lado con recelo y arrugó la nariz. Al parecer parecía entender menos que él.

—¿Y esto qué se supone qué es? —preguntó confundido Ramón, inspeccionando a la personita en busca de algo que lo identificara como una cosa u otra.

—Tu nuevo hermano, Carlitos se llama. Hablale así no se pone a llorar que sería lo último que nos estaría faltando —le respondió Ana sin mirarlo como si se tratara de lo más casual en el planeta.

Aún con la sensación de disgusto encima, agarró al bebé como pudo y le frunció el ceño amenazadoramente; a pesar de que se quejara cuando le tiraban el pelo al peinarlo o lo cagaban a pedos bastante seguido, Ramón no quería compartir esa atención con alguien más.

Mucho menos con el payasito ese.

—Parece una nena. ¿Estás segura de que es un él? —insistió, sin quitarle la mirada de encima a los rizos rubios y largos del niño tratando de convencerse de que no estaba en presencia de alguna cosa extraña.

—¿Por qué no te fijas vos y dejás de preguntar pelotudeces? —dijo José con fastidio mirándolo por el espejo retrovisor en cuanto decidió asemejarse a la idea de que debería convivir con aquello que cargaba en brazos de ahora en adelante.

No habló más, ni con sus padres ni con Carlitos, que parecía no entender la molestia que le provocaba su llegada al clavarle los ojos tan descaradamente cuando él no pensaba más que en devolverlo al castillito de donde lo sacaron. El rubio se removió encima de Ramón y éste pareció no darse cuenta de aquello hasta que sintió un toque no reconocido tironeando de sus rulos, que eran mucho más cortos que los del niño en cuestión.

Se quejó para sus adentros y le sostuvo la mano en busca de que soltara los mechones que estrujaba muy entretenidamente mientras él intentaba no lloriquear ante el tirón punzante que sentía en el cuero cabelludo. Carlitos se rió y encontró más interesante el nuevo contacto que le proponían, por lo que poco a poco fue soltando el pelo azabache para agarrarse a uno de los dedos ajenos y sumirse en una curiosidad propia de la edad que hasta para Ramón parecía no tener sentido.

A duras penas quiso sonreír, tal vez ya se estaba familiarizando con la idea de tener un hermano o tal vez, verdaderamente no era algo tan trágico.

Con el tiempo y el pasar de los años ambos aprendieron a conocerse y se volvieron inseparables. Por las tardes jugaban a las escondidas y de vez en cuando a algún juego de mesa, mientras que por las noches Ramón se acurrucaba sobre el brazo de Ana y la escuchaba cantar mientras le cepillaba el pelo a Carlitos, quien parecía no dejar de embellecer jamás.

Así como sus intereses en común y la unión, también se presentó la complicidad entre ambos. Ramón regresaba del colegio y le contaba historias sobre el exterior a Carlos mientras él lo escuchaba fascinado y expectante a todo. Deseando que aquellos juegos en los que ambos salían a aventurar el mundo se hicieran por fin realidad.

Ya en sus diez años Ramón se replanteaba la relación que mantenía con el rubio, sintiéndose bastante culpable de haber mantenido oculta la verdad sobre las cosas. Y aunque cualquiera que los viera sería lo bastante inteligente para darse cuenta de que nada tenía que ver aquel ser tan magnífico con él y su familia, a Carlitos parecía no hacerle ningún poco de ruido.

Fue entonces, cumplidos los once y salidas a flote las rebeldías, cuando todo lo que pareció ser disparatado para el mayor le fue arrebatado de un día para el otro como si nada.

Ya no podía estar ahí.

Si algo no había perdido Carlitos era la curiosidad y con el crecer, las dudas también lo hicieron, siendo muy arriesgado el relacionarse con Ramón que, para su padre, siempre había sido lo suficientemente pelotudo como para poder quedarse allí y no cagarla.

No se despidió, y mucho menos se tomó el derecho de entristecerse por aquella distancia. Lo único que hizo fue quedarse para ver a su criaturita brillar y sin importarle la vergüenza, se atrevió a tararear muy por lo bajo la letra de aquella canción que sólo los más animales explotaban con fines perversos.

Esa noche Ramón esperó a que lograra conciliar el sueño y cuando nadie pudo verlo Carlitos sonrió, sin saber que esa había sido la última vez que lo vería.

El ángel (Enredados AU)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora