Capítulo 14

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XIV

New Port-Maine, 2002

Durante unos instantes, Elsa se quedó como una estatua delante de esa lápida, esa prueba irrefutable de que no estaba escribiendo una historia de fantasmas, que Inés e Irene vivieron, se amaron y al final, antes de lo debido tuvieron que separarse.

Una lágrima solitaria descendió por su mejilla al imaginar el desgarrador abismo que aprisionó a Irene tras perderla, durante toda la historia el hilo conductor que explicaba las hazañas y acciones de la morena era esa mujer que yacía bajo sus pies.

August, junto a ella, guardó reverencial silencio mientras el viento aullaba, lejano, removiendo las hojas. A lo lejos empezaba a ponerse el sol, dándole al lugar una mezcla de colores, anaranjados, la calma y la quietud consiguieron asfixiarla al igual que las mil preguntas sin respuesta que resonaban en su mente.

No supo si pasaron segundos, minutos u horas, no con exactitud, grabando en su retina esa lápida gris y fría, ese símbolo de una historia de amor rota por los caprichos de la vida y el destino.

-Señor Woods...

-¿Quiere saber cómo ocurrió, verdad? ¿Qué mal mundano se llevó con él a Inés Arrimadas?

-Sí, por favor, cuénteme qué le ocurrió.

New Port-Maine, 1956

Con los rayos del sol entrando por la ventana, acariciando su rostro con suavidad, Irene abrió los ojos con una sonrisa, estirándose poco a poco sobre el colchón, sintiendo los brazos de Inés al rededor de su cintura y su acompasada respiración sobre su pecho.

Era feliz, inmensamente feliz, desde hacía ya largos años no había sombras ni amenazas constantes en sus vidas, su pequeña Stella se había convertido en un auténtico regalo del cielo, completándolas y llenándolas de amor, de ternura. Su vida en ese apacible pueblo de pescadores, perdido en medio de un bosque frondoso y lejos de la civilización que crecía a pasos agigantados estaba llena de paz, compartía sus días con Inés, con su pequeña, con la familia que juntas habían creado y, aunque las leyes no permitían su unión legitima al ser dos mujeres, tampoco les importaba, hacía mucho tiempo que se consideraban un matrimonio poco convencional, vivían como tal y nadie osaba inmiscuirse.

Se levantó sin despertar a Inés, hacía días que la castaña no dormía muy bien, despertándose cada poco. Acarició sus ondulados cabellos y miró su rostro sumido en un sueño profundo sin que su sonrisa se desvaneciera, lo habían logrado, seguían juntas contra el mundo, juntas y felices a pesar de todos los obstáculos.

Bajó a la cocina sin prisa, hacía ya algunos años que cambiaron el pequeño apartamento por esa mansión, un pequeño capricho que habían vuelto su hogar. Cuando Irene la descubrió estaba abandonada y destartalada, mas la morena se enamoró de ella en el acto, comprándola y junto a Inés restaurándola, convirtiéndola en esa hermosa casa señorial que podían llamar hogar.

Silbando melodías sin nombre, preparó el desayuno para su familia, sonriendo feliz, una sonrisa que pronto iba a borrarse aunque ella aun no lo sabía.

Como llamadas por el olor de las tortitas y el café, Inés y Stella aparecieron casi al unísono. A sus once añitos, su pequeña estrella judía se había vuelto toda una señorita, de inmensos ojos azules y cabellos como la noche, su sonrisa dulce y su exquisita educación se había ganado a todo el pueblo con el paso de los años.

Desayunaron entre risas, ajenas a que sería el último desayuno alegre y tranquilo que podrían compartir. Cuando Stella se fue a la escuela, Irene recogió los platos echando un vistazo al reloj para no llegar tarde al ayuntamiento, cuando Inés se aferró a su cintura y escondió su rostro en su cuello, aspirando su dulce aroma y depositando pequeños besos aquí y allá, ensanchando la sonrisa de su amada.

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