Estaba hecha para ser libre, para sentir el viento, escuchar música, estar siempre en movimiento. No hay mejor sensación que ir hacia algún lado, tener un destino, una meta, un objetivo. Moverse en equilibrio, en paz, disfrutar el camino sin importar el fin.
Para eso fue hecha, para eso nació, siempre fue fiel a su esencia, aunque un día perdió el rumbo. Dudó de su independencia, de su autonomía, de su autosuficiencia. Se preguntó si realmente era feliz así. Se preguntó si no dar explicaciones a nadie era libertad o soledad. Nunca antes se lo había preguntado.
Presa de sus temores abandonó sus paseos, olvidó el viento, el sol, el pedalear lo más rápido que se pudiera, sentir la lluvia chocar contra su cara, ver paisajes hermosos hasta no dar más, hasta estar agotada, hasta sentir dolor, el dolor más satisfactorio de todos.
Sin querer un día se encadenó, o más bien se dejó encadenar. Se olvidó de sí misma y su esencia. Se sintió segura en la quietud sin entender su falta de felicidad. Permaneció quieta hasta que las cadenas se cortaron, no se sentía preparada, ya no sabía quién era ni qué disfrutaba. Se había acostumbrado a la quietud mal entendida como seguridad, porque no hay nada menos seguro que la quietud.
Se vio obligada a comenzar a pedalear de a poco, retomando el movimiento retomó el equilibrio. Luego vino la paz, seguida de la felicidad y nuevamente la libertad se asomó en su vida.
Poco a poco comenzó a recordar que era una bicicleta hecha para grandes viajes, para pedaleos interminables por lugares increíbles. Algunos intentaron acompañarla más no alcanzarla, ella no estaba hecha para pedalear acompañada, no hay mayor estorbo que una conversación mientras intentas sentir en soledad. No hay mayor estorbo que compartir el camino con otra bici, con una lenta, con una miedosa, con una parlanchina o con una cualquiera.
Porque la magia es esa, disfrutarse uno mismo, soltar, ser libre, no pensar en nada ni en nadie. Pedalear sin parar, por siempre.