Los niños

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¿A quién no le gustan los cumplidos? Los hay variopintos, agradables y desagradables; nos brindan un momento de satisfacción, pero nada más. No obstante, cuando aquella bella niña pronunció que me amaba, fue como si me vapulearan; como si, repentinamente, todo aquello que me rodeaba dejara de ser para volver a ser, pero, esta vez, era solo ella.

Ella se confesó ante mí, enumerando las cualidades que me hacían portador de aquel oscuro y engañoso sentimiento conocido como «amor».
'sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser'
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que me había sentido indefenso, carente de argumentos, falto de ideas. Ella había logrado desarmarme con esa arma que empuñaba y se llamaba «amor»,
'sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear'
o al menos así lo llamaba ella.

La dejé en suspenso; sin dejar nada en claro, sin darle ánimos ni quitárselos. Pero, con su aterradora cadencia, aquella confesión me perseguía. Aun en la seguridad de la noche, cuando nos encontramos abrigados y listos para sumirnos en el descanso momentáneo, que es el sueño, me la encontraba; bien fuera en una pared, bien en un reflejo, en un color, en un pestañeo. Su esbelta y torneada figura me mantenía en duermevela y acechaba en cada rincón de la habitación. Y entonces cerraba los ojos. Me veía en el registro civil llenando los dos últimos campos que acreditaban la existencia de un nuevo ciudadano, ponía dos apellidos: el mío y el suyo; me veía durmiendo a su lado en una habitación que, si bien no era mía, algún día lo sería; me veía cansado y ataviado en negro con un cajón frente a mí, el simple hecho de verlo me colmaba el alma con dolor; me veía (de nuevo) mientras alguien me pasaba la mano por la frente y las mejillas... Luego, desperté.


Me sentía defraudado, como un impostor, un mentiroso. ¿Sería, pues, que todo aquel odio que llegué a sentir por el contacto humano no fuera sino un fraude? Eso me haría dependiente de alguien más, y no estaba dispuesto a aceptarlo..., no del todo. Si bien, por el precio (o la persona) adecuado muchas situaciones pueden cambiar, aún no quería (o no podía) fijar un precio. Me decía una y otra vez que era imposible, que el simple hecho era absurdo. Pero no lo era, y esa aterradora realidad se hacía más tangible conforme pasaba el tiempo.


Aquellos furtivas visiones que sucedían en mi habitación habían huído; me jugaban travesuras y se escondían en los lugares donde antes no veía sino objetos ordinarios: miraba los pantalones de tiro alto en el escaparate de una boutique y, por un momento, parecía que el pálido rostro del maniquí adquiría una tez cremosa, las hebras de su lacio cabello se volvían revoltosas y, ahí donde antes había un lienzo, se dibujaba una fila de perlas puramente blancas que asemejaba una sonrisa; pero todo esto pasó únicamente dentro de mi mente, los maniquíes siguieron y seguirían inmóviles con sus blancos rostros el tiempo que la tienda se mantuviera en pie, y, créanme, ha sido mucho tiempo.

Un cuento de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora