Capítulo 16

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XVI

Boston, 2002

Frente a la puerta de la discreta pero lujosa mansión de la señora Green, de Irene, Elsa suspiró pausadamente intentando contener sus nervios.

Solo seis meses habían pasado desde que aquella extraña mujer salida de la nada le propuso recorrer el mundo tras los pasos de Irene Espinoza, una muchacha a la que en todo momento consideraba muerta, una muchacha que resulto ser la misma mujer que le había contratado.

Casi por inercia, aun cambiando el peso de su cuerpo entre sus dos piernas y despeinando sus cabellos con un tic nervioso, extrajo del bolsillo la pequeña fotografía en blanco y negro, el inicio de esa historia que en poco tiempo había puesto su mundo del revés, Irene e Inés, su historia de amor, sus desventuras en la Europa devastada por una guerra cruel y sombría, su lucha eterna en busca de una felicidad que la sociedad misma les negaba por el estigma de ser mujeres en un mundo de hombres, Irene con sus cabellos caoba y mirada grisacea, casi cobraba vida en esa imagen, por un instante vio su mirada brillando, su sonrisa discreta y sus ojos buscando a Inés, su amada, la mujer que la dejó demasiado deprisa...

La otra cara de la moneda, Ione, muchacha de origen judío y sirvienta desde que nació, ojos castaños y llenos de vida, sonrisa de niña, la muchacha que consiguió arrebatarle el corazón a su joven señora y por la que fue capaz de las más grandes locuras. Un amor que desgarraba, ardía en las entrañas y que pronto quedaría en el olvido... Nada quedaba de aquella época en la que dos jóvenes vivarachas saltaban a los trenes buscando traer luz a tantos condenados por el odio a lo diferente, atrás quedaba la época dorada en la que dos jóvenes enamoradas se perdían por las callejuelas de París vendiendo flores, y más atrás quedaban los recuerdos de dos niñas que escapaban bajo las estrellas a amarse, despreocupadas y libres...

Ahora solo quedaban miles de palabras en cuadernos que recogían palabras de amor, de horror y miseria, de lucha y esperanza, una historia que debía ser contada, un amor que no debía caer en el olvido.

Con cuidado secó una lágrima huidiza que descendía por su mejilla, ocultando entre sus bolsillos la ajada fotografía, el amuleto que la acompañó todo su viaje, el rostro de Irene, la mujer a la que en breves instantes debía enfrentar.

El camino a la puerta de entrada, bordeado de rosales, se le hizo interminable. La gran casa señorial, de tonos apagados y grises, le daba la bienvenida, lúgubre y sombría. Las cortinas echadas y la falta de sonido, el silencio perturbador del ambiente erizó el vello de su nuca y, aunque ya había estado antes en aquel lugar, todo le parecía nuevo y distinto. Cada piedra tenía su historia, su nombre escrito en ella, Irene, llegaba al final y una parte de ella no deseaba conocerlo. Deseaba mantenerla mitificada en su mente, recordarla como su propia historia la había dibujado, valiente, libre y osada, enamorada hasta el fin de sus días, no anciana y escondida entre los libros de una biblioteca.

Llamó al timbre esperando una pronta respuesta. Minutos más tarde, el sonido de unos pasos vacíos y fríos se escuchó desde el vestíbulo y, en cuanto se abrió esa enorme puerta de roble oscuro, la mirada cansada y carente de brillo de Begoña Villacis la recibió.

La joven nieta de Irene, hija de Stella, reconoció en el acto a la periodista con la que había mantenido el contacto durante esos meses, la mujer que su abuela contrató para recopilar su historia, por lo que una sonrisa triste asomó en sus labios incitándola a entrar.

-Supongo que está aquí porque terminó su investigación señorita Mills.

-En efecto, señorita Villacís, ahora si es posible me gustaría hablar con su abuela, he traído lo que me pidió pero me falta escribir el final, y para eso necesito hablar con ella.

Los ojos de la joven Villacís se ensombrecieron mas no pronunció palabra. En completo silencio condujo a Elsa por los pasillos de ese enorme caserón mas esta vez no fue la biblioteca su destino.

Cuando se detuvo frente a la que debía ser la puerta de las estancias privadas de la señora Green, Elsa sintió que, de algún modo, estaba invadiendo la intimidad de esas personas, colándose en su día a día, en sus quehaceres, mas no tuvo tiempo de pensar mucho rato cuando Begoña abrió la puerta y entro, seguida de cerca por la joven periodista, curiosa por conocer el ansiado final de esa historia.

La habitación se hallaba en penumbras, iluminada apenas por el hogar que repiqueteaba en la chimenea. No era una estancia muy lujosa en mobiliario mas una enorme cama con dosel, digna de una reina se erigía majestuosa en el dentro, las cortinas recogidas mostraban la silueta de Irene, encogida por el paso del tiempo y con la mirada perdida en ninguna parte en especial.

Su nieta se acercó a ella, acariciando su mano suavemente y, al parecer, despertándola de algún tipo de trance en el que se hallaba sumida. Irene alzó su mirada gris, envejecida, clavándola en la joven Villacís y sonrió en el acto.

Elsa, lo suficientemente cerca como para escuchar sin interferir en la suave comunicación que ambas mantenían, sintió como si un torrente de agua fría recorriese su espalda al escuchar a la señora Green dirigirse a su nieta sin reconocerla.

-Inés ¿Eres tú? ¿Fuiste al mercado?

-No abuela, soy Begoña.

-Begoña ¿Sabes cuando vuelve Inés? Fue al mercado.

Con los ojos grises nuevamente perdidos en ninguna parte y los ojos claros de Begoña empañados en lágrimas, Elsa decidió no moverse de su lugar, entendiendo en un instante el complejo entramado de esa extraña aventura.

La joven Villacís se acercó a ella, secando lentamente sus mejillas y la derrota absoluta reflejada en el rostro.

-Como ve señorita Mills dudo mucho que ella pueda servirle de ayuda, ha ido empeorando y ahora apenas recuerda, solo retazos de su vida, solo a Inés... El Alzeimer está muy avanzado.

-Yo, entiendo, ahora lo entiendo...

Callaron con miedo a romper el tenso momento, cuando Elsa descubrió que Irene tenía sus oscuros ojos clavados en ella, observándola, analizándola.

Al verla así, tan vulnerable y pequeña, se estremeció recordando todo cuanto esa mujer hizo, todo cuanto quedaría en el olvido.

Un impulso se adueñó de sus piernas, obligándola a acercarse, con la pequeña fotografía quemándole las manos y los cuadernos hinchados de historias y recuerdos, los mismos que abandonaban la mente de Irene día a día.

Ella la miró y una sonrisa surcó su rostro, sus ojos se iluminaron con un resquicio de esperanza y, sin poder contenerse susurró.

-¿Quién soy? Usted lo sabe, dígamelo por favor, dígame quién soy.

-Sí señora Green, yo sé quién es usted.

-¿Me lo dirá?

-A eso vine.

Irene, con una sonrisa adornando su rostro y sin apartar su mirada de ella, la incitó a comenzar y, intentando retener las lágrimas, una periodista que no sabía cuál era su lugar en el mundo le regaló a una pobre anciana el placer de escuchar su historia desde el principio.

Largas horas se dieron, mas parecía no importar, lloraron y rieron reviviendo los recuerdos de esa extraordinaria mujer hasta que, pasada la medianoche, la última palabra de esos escritos fue pronunciada y reinó una vez más el silencio. Roto en unos instantes por la voz, susurrante y rasgada de una mujer dispuesta a marcharse.

-Ahora sé quién soy, quién fui, a quién amé, a quién perdí... Me toca a mi marcharme.

Una sonrisa adornaba su rostro, la paz se reflejaba en todos sus sentidos, había esperado pacientemente conocer el final de esa historia y lo estaba viviendo.

Poco después de la una de la madrugada, Irene Montero expiró su último aliento con el nombre de Inés Arrimadas en sus labios.

Continuará...
El siguiente es el último.

¿Quién soy?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora