Reiniciados

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Chascomús, Buenos Aires, Argentina.

20 de Mayo de 2027.

Año 2 D. E.

El Monasterio San José, en la ciudad de Chascomús de la Provincia de Buenos Aires, era una vieja construcción de mediados de 1900 que había funcionado apenas un par de décadas como seminario menor y noviciado. Fue restaurado varias veces en entusiastas intentos de explotarlo turísticamente, aunque siempre acabaron en fracasos.

Hoy, con las paredes amarillas, totalmente descascaradas y con la maleza descontrolada cubriéndolas, era un refugio de gran utilidad para los pocos y hambrientos supervivientes que se acercaban a sus puertas.

La magnitud del apagado fue universal y devastadora. Todos vivieron con horror lo que significaba devolver a la humanidad al medioevo, con el volumen de población del siglo XXI.

Sin electricidad ni fuentes de energía, la humanidad se derrumbó rápido. La supervivencia era casi inviable.

Las peleas por la comida no tardaron en empezar. Las bandas barriales empezaron a hacerse fuertes en feudos improvisados y a dictar su propia ley.

El padre Ángel se convirtió, primero, en un ermitaño, y luego, en un solita. La denominación natural que recibieron los que caminaban solos sin pertenecer a ningún grupo.

Caminante incansable, no se había detenido mucho en ningún sitio. Llegó a Chascomús después de casi cinco meses de caminata, tras haber recorrido unos 600 km. Cansado, harapiento, hambriento.

El tiempo pasó despacio, con la nueva rutina que imponía emular de forma forzada a la edad media. Contar el tiempo había sido difícil al principio, pero luego se convirtió en una capacidad inútil para un solita. Se vivía día a día. Se ayudaba quien podía y se escondía de cualquier cosa que pareciera peligrosa. Esos eran sus nuevos mandamientos.

El padre Ángel apenas era consciente de que había llegado al desvencijado monasterio hacía casi un año atrás.

Primero, había decidido quedarse para juntar fuerzas. Pero después, una cosa llevó a la otra, y se encontró cuidando de otros errantes que pasaban por allí.

Su vocación era servir y en poco tiempo se había corrido la voz que con él podrían encontrar un plato caliente y un refugio donde pasar la noche.

Detrás del monasterio había improvisado un pequeño cementerio para dar un lugar a quienes no lo conseguían.

Dos muchachos fuertes se habían quedado a acompañarlo, en agradecimiento de haber cuidado a sus padres hasta que murieron.

El padre Ángel también fue consciente de que no había lugar a donde ir. No podía indicarles que sigan un camino determinado y, por otra parte, el camino de servir a los demás era lo más virtuoso a lo que se podía aspirar en la nueva humanidad.

Les enseñó a orar y a creer en Dios. Eran buenos muchachos y hacían una tarea excelente.

Él había rezado y meditado sobre los conceptos redactados por Doris casi todos los días. Incluso en aquellos momentos en que solo tenía ganas de destruir todo lo que se ponía al alcance de su mano.

Creía haber encontrado la respuestas que Doris no encontró.

Se había repetido una y otra vez que la respuesta tenía sentido. Y eso lo hizo estar en paz con el universo.

Estaba en paz con Dios.

Por un momento pensó que las cosas debían quedar como estaban y que él no era quién para cambiarlas. ¿Que podría agregar una muchacha perdida en el sur de la Argentina?

Quizás el cansancio o un momento de debilidad le hizo olvidar su promesa. Como sea, no se reconocía con fuerzas para empezar nuevamente el camino.

Su misión era ahora ayudar a los que lo solicitaban a la puerta del monasterio.

Comenzó a valorar como un tesoro el fruto que había cosechado en su camino: una invaluable colección de libros.

No por el volumen, que también era considerable, sino por el contenido.

Libros de arquitectura renacentista, manuales de forja de herramientas de entre 1700 y 1800. Libros de agricultura. Libros que podían ser la base del conocimiento de una nueva humanidad medieval, que debía empezar de nuevo.

La rutina del padre Ángel era muy simple. Se levantaba a rezar con el sol, repasaba la hoja que le había enviado Doris y daba un paseo por los patios del monasterio.

Al terminar uno de sus rezos matutinos, el vuelo de un dardo lo distrajo. Como ya había perdido la noción del tiempo y no fue capaz de precisar cuánto hacía que no veía uno.

Se sobresaltó y lo tomó como una señal. Cogió con todas sus fuerzas el crucifijo que colgaba de su cuello y volvió a orar.

Un pensamiento lo torturó todo el día: ¿Y si su promesa formaba parte de los planes del Señor?

Una promesa incumplida no se ve bien en el currículum de nadie. ¿Cómo le explicaría a San Pedro, a las puertas del cielo, que había decidido de forma consciente faltar a una promesa? ¡Y qué pasaría si la promesa formaba parte de los planes de Dios! Se convenció de que estaba en falta y sin confesor que lo escuchara.

Debía solucionar este desaguisado. Al fin y al cabo no había parado mucho tiempo. Y durante esa pausa había ayudado a muchísimas personas. Seguramente eso sumaría en su haber, a la hora de presentarse a las puertas del cielo. Hasta San Pedro se lo agradecería. No tenía dudas.

Después de cenar decidió que ya era hora de retomar la marcha. Sus muchachos podrían continuar eficazmente con la obra que había iniciado en el monasterio.

Durmió con una sonrisa en los labios y nuevamente se levantó con la salida del sol, pero, esta vez, con la tarea de volver a poner en funcionamiento su pequeño carro.

Buscó a su burro, el fiel compañero de viaje y lo acarició y peinó durante un rato. Los esperaba un largo viaje.

Inició la marcha, despacio, sin apuro, pero con decisión.

Y aunque el Padre Ángel, el solita, ya había perdido la cuenta, casi 2.400 días más tarde estaba parado frente a una barricada de madera, piedras y chapa.

Varias personas se acercaron hasta su posición. Hombres y mujeres armados, bien alimentados, pero con el ceño adusto. Era evidente que desconfiaban de él.

Les dejó revisar su carro y al ver que solo acarreaba libros, percibió que el gesto de algunos se iba suavizando.

Pidió un poco de agua. Y una simpática joven le acercó un cacharro de barro.

La muchacha había bajado el arma y lo miraba con curiosidad. Él era un solita y, sin embargo, lo atendieron como el buen samaritano hizo con el Señor Jesucristo. Le pareció una buena señal.

Intentó recordar cuántos días llevaba caminando, pero no pudo hacerlo. Eso le entristeció. ¿Cómo contarían sus historias y anécdotas si no era capaz de ponerles fecha?

Bebió a pequeños sorbos, mientras su cabeza se esforzaba por ordenarse.

La promesa, acudió a su maltratada mente. ¡La muchacha que desentrañaría el misterio detrás de los conceptos que Doris había planteado!

Recordó todo entre sombras.

¡Estaba cumpliendo con su promesa!, fue el pensamiento que le iluminó el rostro.

Se presentó y preguntó amablemente, mientras le devolvía el agua a la muchacha.

—Mi nombre es Ángel, el padre Ángel. ¿Puedo hablar con Emma?

La joven entregó el cacharro a una compañera y con la seriedad gélida apoderándose de su rostro dijo.

—Eso depende. Primero debe hablar conmigo. Mi nombre es Clara.

Inteligencia diseñadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora