Prólogo

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—Los humanos nos han confinado al eterno olvido. Los templos han sido destruidos, su fe ahora está depositada en otros dioses. No somos más que mitología, un eco de nuestra era dorada ―sentenció Zeus, solemne. La voz del gran dios del trueno, soberano del Olimpo, resonaba grave en el Gran Salón de mármol y oro inmaculado. Miró a todos los dioses presentes; hermanos, hijos, incluso los dioses más ancestrales que los concibieron, esas fuerzas titánicas de la naturaleza que ya no estaban confinadas en las profundidades lúgubres del Tártaro, sino fundidas en sus elementos y rara vez se materializaban en un cuerpo.

Siglos habían pasado cuando sus cadenas y barrotes se debilitaron. Ese fue el primer indicio de que el poder los estaba abandonando. Algo más grande les estaba arrebatando aquello que los hacía ser dioses. En ese momento, esos indicios no fueron una amenaza para Zeus, su inconmensurable poder seguía siendo el mismo de siempre, pero, con el pasar del tiempo...

―Los humanos nos han despojado de sus ofrendas, sus plegarias ya no nos invocan ―continuó; un silencio denso hacía que el sonido de su voz fuera molesto, incluso para él mismo―. Todo ha llegado a su fin.

El silencio se rasgó, cuando todas las voces de los dioses se alzaron al mismo tiempo. Se negaban a creer en las palabras del rey del Olimpo. ¡No podía ser! Pero sabían, en el fondo, que era cierto, ninguno de ellos había sido invocado en una plegaria desde hacía siglos. Sus nombres solo los utilizaban para blasfemar, sus fiestas y ceremonias fueron prostituidas por los humanos que rogaban y adoraban a otros dioses...

―Pero los humanos nos recuerdan, entonces, todavía existimos para ellos, padre ―señaló Atenea esperanzada, en medio del clamor de los dioses. Todos, al mismo tiempo, argumentaban que no existía el olvido.

―¡No importa lo que hagamos! ¡Es inútil! ―tronó la voz de Zeus, acallando a todos los inmortales―. De nada sirve nuestro poder. No tenemos propósito si los humanos no creen en nosotros, sin sus plegarias, sacrificios y ofrendas no somos nada. Su fe está en esas deidades y fuerzas foráneas que abundan en la tierra... Es nuestra condena, el Creador de los Cuatro Primeros nos ha castigado por jugar con este mundo y sus criaturas. Se nos ha negado el poder de influir en sus vidas, relegándonos a ser fuerzas invisibles de la naturaleza.

―¿Y eso cómo lo sabes, esposo? ―preguntó Hera, quien jamás había visto esa expresión en el rostro de Zeus.

Zeus miró de soslayo a Hipnos, hijo de la noche y heraldo de los dioses ancestrales, quien solo asintió en silencio, admitiendo que él fue el portador del mensaje.

―Entonces, ¿eso es todo?, ¿se acabó? ―interpeló Hefesto, quien, hasta ese momento, solo se había limitado a observar en silencio; no clamó, no rogó, no opinó. Sabía que había algo más en el ominoso discurso de Zeus, de lo contrario, él no estaría armando toda esa puesta en escena, digno del teatro griego de antaño. Se acercó a su padre adoptivo con su andar irregular, a sabiendas de lo que aquella imperfección provocaba en él; el más puro de los rechazos. Lo encaró, alzando su rostro poco agraciado y cubierto por su barba sucia e hirsuta―. ¿Así de simple?

―No hay motivos para continuar, todo terminó. Está prohibido intervenir en el destino de los humanos, como lo hemos hecho hasta ahora; en las decisiones que determinen su historia, en sus reinados, en sus creencias. Nuestra sangre no podrá, ni deberá mezclarse con la de ellos. Ya no habrá más gobernantes humanos de estirpe divina. Todo eso se acabó ―sentenció firme y luego suspiró―. Todos, sin excepción son libres de partir, si ese es vuestro deseo. Pero les recuerdo, el Olimpo es la fuente de nuestro poder, mientras más tiempo permanezcan entre los humanos, su inmortalidad y poderes los irán abandonando al punto de envejecer, y luego llegará la inexorable muerte —advirtió—. Si desean conservar aquello que los hace dioses, deberán volver cada diez años y comer una de las manzanas doradas del último árbol que conservamos del jardín de las Hespérides, antes de que fuera profanado. Eso les permitirá vivir en la tierra sin néctar ni ambrosía.

El silencio se instaló en el Gran Salón, los dioses se miraban unos a otros con gran desconcierto. No sabían qué hacer, miles de años de grandeza, de influir en el destino de los humanos, de hacer su voluntad, se redujeron a la desconocida libertad del olvido.

Una risa grave e irrespetuosa resonó fuerte, haciendo eco en el Gran Salón.

―Si vieran vuestras caras en este momento ―se burló Hefesto entre carcajadas llenas de sorna―. ¿Acaso no se dan cuenta de que son libres de los dictados y caprichos del gran y poderoso Zeus? ―interpeló, mirando directamente a los ojos grises del imponente dios, sosteniendo el contacto, irreverente.

―No me provoques, Hêphaistos ―siseó Zeus, amenazante.

―¿O qué? ¿Me castigarás como lo has hecho con la mitad de los humanos y dioses? ―Rio sin ganas―. Yo no te pedí que te autonombraras como mi padre, todos aquí saben que solo soy hijo de mi madre. ―Subrepticiamente, miró a la gran diosa protectora de la familia y el matrimonio. ¡Vaya ironía! Su propia madre no soportó sus imperfectas facciones, el color tostado de su piel, sus ojos casi humanos. Siendo tan solo un bebé, lo lanzó del Olimpo avergonzada y asqueada de su propia creación, dejándolo tullido. Si no fuera por la generosa y compasiva Tetys, esposa del titán Océano, habría muerto en el mar tras una infinita agonía.

Edades y edades habían pasado desde ese entonces. No importaba lo que él hiciera para obtener un poco de amor; rogar, llorar, manipular, intercambiar, engañar. Nada de ello servía, la punzada de dolor y el rencor no se iban de su corazón.

―¡Mírame, madre! Observa vuestra creación, soy la personificación de tus horribles celos y sed de venganza. ―Se atrevió a desafiarla una vez más, pero ella solo desviaba su mirada, dándole una fría indiferencia. Hefesto negó con su cabeza, era inútil―. No sé qué decisión tomarán vosotros, lo que es yo, me largo de aquí. ―Se encogió de hombros, no le preocupaba su destino de ahora en adelante. Solo sabía que estaría lejos de todos ellos.

Tal vez, la mortalidad no era tan mala después de todo, pero eso lo decidiría en el transcurso de los siguientes diez años.

Dio media vuelta y se encontró frente a frente con su esposa, Afrodita, quien lo miraba con desconfianza. Desde hacía mucho tiempo que no vivía con ella, prefería estar separado de la diosa y que cada uno hiciera su propia vida.

Quiso desearle suerte, pero entre ellos había asuntos irreconciliables; infinitos y graves errores que habían cometido. El más grande por parte de él, fue el primero; forzar ese matrimonio a cambio de liberar a Hera por una trampa que puso en su trono. La diosa del amor y la belleza nunca fue capaz de sentir algo por él. Durante mucho tiempo Hefesto intentó ganar su favor, pero ella siempre amó a otros. Los esposos siempre fueron enemigos. Jamás pudo tocarla otra vez después de que consumaron su matrimonio.

―Encuentra la paz y sé feliz. Te libero para siempre de nuestra unión. Desde ahora, nuestro matrimonio está disuelto. Tengo entendido que los humanos tienen un buen nombre para ello; «divorcio». ―Afrodita, desconcertada por aquellas palabras, solo atinó a asentir. En ese mismo instante, se desvaneció en el aire el cinturón de oro que Hefesto había hecho para ella, el cual la volvía irresistible para cualquiera que posara sus ojos sobre la diosa. Fue un regalo para su ego, uno inútil.

El símbolo de su unión, una que jamás debió ser, ya no existía.

Cojeando, Hefesto se abrió paso entre esas deidades de belleza sobrenatural. Esa hermosura que llegaba al punto de la sublime perfección, perfección que él nunca poseyó y que siempre le restregaba en la cara que nunca perteneció al Olimpo. Era un adefesio, lisiado y deforme, que solo servía cuando les convenía obtener algo de él; joyas, construcciones, armas, armaduras e infinidad de artefactos bellos y mágicos que salían de su fragua.

Ya no más, al fin era libre.

Tal vez, entre los humanos podría ser algo más que un artesano destinado para servir. Tenía la esperanza de tener una vida tranquila... vivirla realmente, a su modo.

En sus manos estaba el poder que jamás pensó que le iba a ser otorgado.

Forjar su propio destino.


Se lee Jefaistos

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