Armando otra vez el cubo de Rubik – o para los amigos, el cubo mágico –, me vi intentando girar cara tras cara del maldito artefacto e intentando posicionar los colores en los sitios a los que originalmente pertenecían. Una tarea titánica con la que me llevaba bien hace unos años, tomándome no más de 5 minutos (después de meses enteros de maldiciones, blasfemias y los insultos más coloridos – ¡qué ironía!). No había forma de ubicar la última cara – la inferior –, y me estaba volviendo loco. En su tozudez, el cubo se negaba a girar, profiriendo exclamaciones a gritos que pedían que le aceitara las articulaciones. El pobre sufría de un caso más que severo de tendinitis o más contracturas que las que se puede acumular en toda una vida. Empecé por darle un par de golpecitos, que como técnica milenaria y ancestral, dicen que sirve para repararlo todo. No funcionó. Los golpes crecieron en intensidad, hasta que hubo un sonoro "crack". Roto. El problema que antes era para un fisioterapeuta, ahora quedaría en manos de un traumatólogo. Los golpes seguían. Terminé con dos piezas en la mano, y el resto desperdigado por el suelo de la sala.
Curiosa es la costumbre de pensar que todo se arregla a golpes. Más curioso es aún, que a veces funcione; desde unos puñetazos que salvan y arreglan el honor agraviado de una joven damisela en peligro, hasta la consola de juegos que se empecina en no devolver los discos que se ha tragado. No todo es violencia, claro está, pero es un denominador casi común (escapémosle al error de las generalizaciones) el hecho de pensar que la torpeza puede restaurar un objeto cualquiera, al pleno uso de sus facultades, o su buen funcionamiento.
Entre mis amistades, se contaban personalidades de todo tipo. Resaltaba entre todas ellas un cierto Daniel (*spoiler alert* el nombre es falso), que tenía el hábito de aplicar correctivos a mano abierta y cerca de la nuca, a cualquiera que en su opinión hubiera cometido errores garrafales y altamente cuestionables, al ritmo del mantra "Para que se te acomoden las ideas". Funcionaba en la mayoría de los casos; sólo que hay ciertas personas que gustan de tropezar una y otra vez con la misma piedra, y encuentran un placer rayano en lo fetichista en ello.
Podríamos detenernos unos minutos en este punto. ¿Tenemos todos a alguien en nuestras vidas que abusa de las rocas y los tropiezos? Pues yo sí. Y no era precisamente placentero, mucho menos si consideramos una variable no menos importante: uno termina por ser el paño de lágrimas o el hombro en el que esa persona se apoya tras cada tropiezo – corrijo, después del mismo tropiezo una y otra vez.
Mabel (así llamaremos a la tropezadora serial) solía ser una joven en la que se conjugaban una dosis racional de histeria femenina, una ración medida de celos y una predisposición omnipresente a dar todo de sí por sus allegados más cercanos. Una combinación ciertamente peligrosa, y algo tóxica (no al nivel Chernobyl) para los agentes del sexo opuesto. Esa, casualmente, era su roca: el sexo opuesto; de entre todo el conjunto, un único espécimen con el que se topaba a menudo y con mucha más frecuencia de la habitual para una persona común. No contento con robarle suspiros y arrebatarle de sus círculos sociales para el propio beneficio, la dejó lista y envuelta para entregarla directamente en su primera sesión de terapia.
Mabel no entendía cómo es que siempre lograba él engatusarla, y terminaban enredados "por accidente" bajo las sábanas de la cama más próxima. Me detengo aquí, para hacer una simple observación: nunca entendí el concepto femenino del accidente. Y es que es tan difícil plantearlo como un simple tropiezo que NO puede terminar BAJO NINGÚN PUNTO DE VISTA en caída libre sobre el mismo miembro masculino. La casualidad del asunto es que el susodicho miembro estuviera ya dispuesto para consumar, cuando normalmente se necesita un mínimo de estimulación previa – llámenme anticuado sino.
Después de cada encuentro, y al cabo de uno o dos días, siempre llegaba la fase del desfile. Consistía ésta en una sucesión de avistamientos en primera o tercera persona, del señor engatusador en compañía de diversas féminas que no eran Mabel; para peor de males, no había en él una pizca sensible de disimulo, recato, o discreción. Si una vez hasta le cayó a Mabel a la casa a merendar con una presa fresca, presumiéndola como si de una cacería de antílopes se tratara. Pero nada era suficiente para rescatar a Mabel del círculo vicioso en el que se había metido con esta piedra.
Siempre venía, en la fase siguiente al desfile, con prestas lágrimas en los ojos, para darle énfasis a la catarata de insultos que proferiría por ser ella tan idiota y él, tan inhumano. Al término de cada sesión, necesitaba yo un cambio de camiseta, y renovar la energía invertida en grandes dosis de paciencia. Ella siempre se marchaba lista para un nuevo tropiezo, con los globos oculares enrojecidos, y supongo que con la vista disminuida, porque en la siguiente esquina, de alguna manera, se encontraban, y todo se repetía casi de la misma manera. El ciclo no terminaba de cerrarse.
Luego de un par de años, si mal no recuerdo, llegó el primer vástago que compartirían ambos, y por el que después disputarían en innumerables juzgados. La manutención del pequeño, era la obligación del padre – lógico e incuestionable –, pero el señor prefería gastarse el dinero en presas nuevas con las que se exhibiría por el barrio y las redes sociales. Mabel, hecha una bola de nervios, interpuso denuncias por cuanto pudo ocurrírsele. Pero no era el bienestar de su hijo lo que perseguía, sino que el sujeto le prometiera absoluta devoción y monogamia eterna. No hubo suerte.
Pasado un tiempo prudencial, Mabel se consideró lista para fijar su disponibilidad nuevamente en el mercado: comenzó entonces el certamen por la búsqueda de pretendientes online y offline para reemplazar a Ricardo (podríamos llamarle así). Empezó un desfile del otro lado de la vereda; con colecciones de todas las temporadas. Él nunca movió un dedo. Ella continuaba cambiando de conquista con la misma rapidez con la que se cambia uno la ropa interior y las medias. Médicos, abogados, rufianes y otros tantos se amontonaban en la larga lista de Mabel, que no parecía contentarse con ninguno, y a la que empezaron a bautizar con motes cuestionables por su promiscuidad. Nunca le importó. La aplaudo por eso. Mis camisas, por una vez, estuvieron secas por meses enteros.
Matías, que así se llamaba la criatura de ambos, empezó a caminar por todo el barrio; y tiempo después ya se paseaba en bicicleta por todos lados. Poco después, nos contó a varios que pronto "tendría un hermanito". Esta supuesta nueva adquisición – o "el bebé que se comió", en las inocentes palabras de Matías –, era hijo del mecánico de la vuelta de su casa. La noticia, que se encendió y corrió como reguero de pólvora, llegó a oídos de Ricardo, que ahora enfurecido, despotricaba por la crianza del hijo, del mal ejemplo que significaba que el mecánico hiciera las veces de padre y que no lo iba a permitir.
Un buen día, el mecánico y Ricardo se trenzaron en una pelea que terminó con el arresto de ambos. La razón: el honor de Mabel y sus hijos. En la celda, dicen, conversaron de todos los temas posibles, hasta quedar en duda el tema de la paternidad del segundo hijo. Evitaré mencionar aquí los pormenores de la situación legal en la que se transformó esta disputa de barrio. Añadiré solamente que, contrario a la opinión generalizada – y con razón – de todos, el vástago era efectivamente hijo del mecánico.
Pronto hubo boda. La que siempre quiso Mabel con Ricardo, pero tuvo finalmente con el mecánico. Las camisas seguían secas. El derrotero de Mabel ¿Se había terminado? De Ricardo hablaremos más adelante.
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De las Costumbres y Otros Vicios
Short StoryDesde el cubo de rubik, pasando por piedras, tropiezos hasta encontrarnos con historias comunes a todos.