Ella por @Black-Wings1777

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Nueva Orleans

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Nueva Orleans


La misma escena se repetía una y otra vez, no era su culpa o al menos se convencía a sí misma de que no lo era.

El cuerpo cayó inerte a sus pies, le regaló una mirada inexpresiva y salió rumbo a la salida del callejón. La negrura quedó atrás cuando alcanzó la calle principal, las pocas farolas mortecinas le daban un toque nostálgico a su andar lento y su abrigo era lo suficientemente largo como para cubrir todo su delgado cuerpo. Las solapas del sobretodo brindaban una espesa sombra a su pálido perfil y la verdad, las pocas personas con las cuales se cruzó, no le prestaron real interés.

Su rutina no variaba, aunque esporádicamente sentía la imperiosa necesidad de darle un nuevo giro, una vuelta de tuerca y quizá, con suerte, hallar algo que la hiciese reflexionar sobre lo que hacía para vivir, no, sobrevivir.

Hacía mucho que hubo perdido el conteo de los años que llevaba siendo lo que era y ella no era otra cosa que un ser sin escrúpulos, una sanguijuela... un monstruo; un monstruo que vagaba bajo la luz de la luna, uno que había dejado de existir, de vivir, durante el día. La noche era su mejor amiga.

Siempre supo que no era la única, que el mundo de las penumbras estaba habitado por espectros, por entes y por sanguijuelas como ella. Sin embargo, algunos que se apodaron a sí mismos como iguales, habían enloquecido por consecuencia del tiempo y el tiempo dejó de tener relevancia para ella.

Detuvo su andar bajo una moribunda estela naranja, alzó la vista y por una pequeña abertura de la ventana, lo vio. Admiró la belleza grácil de aquel rostro rosáceo, lleno de vida, y el minúsculo atisbo de humanidad que aún anidaba en su gélido pecho, se activó. Fue un insignificante intervalo de segundos en el cual pudo apreciar cada rasgo de aquellas facciones adustas y comprendió —de nuevo— que nunca podría tenerlo. Él pertenecía a otro mundo, él era cálido y gentil, él caminaba bajo el sol y descansaba por la noche; él era un ser humano, un mortal.

Sonrió con él a pesar de que él no lo sabía y siguió su lento andar por la calle ya desértica.

Con el correr de las semanas, se percató de que sí hubo conseguido una vuelta de tuerca a su rutina cuando cada noche se detenía bajo la moribunda estela naranja y admiraba silenciosamente a aquel hombre. El deseo por poseerlo afloraba dentro de sí, un deseo avasallador y casi enfermizo; la lucha interna por controlar su naturaleza le estaba costando cada un poco más. El objeto de su anhelo a tan corta distancia, separado por el fino cristal de una ventana y el abismo de una eternidad, siendo el delgado hilo que impedía que cometiese un nuevo crimen. Y así transcurrieron otras semanas hasta que una noche, el destino intervino en su habitual usanza.

Se preguntó —no por primera vez— si su rostro aniñado y marfil, era el causante del hechizo que recaía en aquellos que tenían la mala suerte de cruzarse en su camino o si eran sus ojos enigmáticos los culpables de provocar un efecto sedoso y dócil en los protagonistas de sus crímenes; la verdad, no lo supo hasta que oyó aquella voz varonil recitar palabras que expresaban el tumulto de sensaciones que ella causaba con solo una mirada y el monstruo dentro de sí despertó. Batalló incesantemente tratando de ganar tiempo, pero a pesar de todo, sucumbió al deseo aberrante de su lado oscuro.

Tendió una mano, una invitación silenciosa que el apuesto hombre aceptó y lo condujo hasta una de las callejas desérticas. Dio gracias a la luz de la luna porque le permitió admirar sin aprensión el rostro asalmonado y lleno de vida, el objeto de su deseo entre sus brazos. Las palabras sobraron cuando los belfos rojizos interceptaron los suyos; saboreó la tibieza y el calor de la boca húmeda, sintió las manos pesadas pulular por sus costados, la pasión febril abriéndose paso entre un cuerpo tórrido y uno álgido. Y el mismo atisbo de sentimiento humano, emergió dentro de su pecho. Lo quería, lo amaba y era suyo por fin.

Sus pálidas y pequeñas manos recorrieron cada porción del rostro varonil mientras su cuerpo era ceñido férreamente por los fuertes brazos del mortal. Una efímera felicidad aflorando dentro de sí mientras el monstruo despertaba lentamente. Ella besó la piel del cuello del hombre y este dejó escapar un gutural jadeo.

—Eres la mujer... más bella que he conocido. —No, ella no se consideraba a sí misma una mujer bella, pese a poseer los encantos de una.

No emitió sílaba alguna, las palabras sobraban y ella sabía y sentía que debía poner distancia entre los dos, pero la sanguijuela emergió. Sus oídos fueron atiborrados de débiles gemidos cavernosos cuando sus colmillos profanaron la piel. El dulce, caliente y escarlata elixir, cubrió su boca y el deseo irracional dentro de sí, tomó el control.

Por más que los fuertes brazos trataron abrir una brecha, ella —con su delgado cuerpo— seguía siendo la más fuerte de los dos.

No quedaba señal de la hermosa mujer de rostro aniñado y marfil y de ojos enigmáticos, porque cada partícula de su ser, fue poseída por su verdadera naturaleza. El verdadero rostro quedó expuesto y miró cómo la vida se desvanecía del hombre al que amó.

No, por más que luchase y por más que tratase de albergar un atisbo de humanidad, el monstruo siempre ganaría.

El cuerpo sin vida cayó a sus pies, relamió el rastro tibio de las comisuras de sus labios, contrajo sus colmillos y salió de la calleja. Atrás dejó al que, hasta esta noche, fue el objeto de su afecto.

Historias de medianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora