Uno: El viaje.

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Ella

Abriste los ojos gracias al insistente (y desesperante) sonido del despertador que habías programado para que se activara a las diez de la mañana. Aún tenías muchas cosas por hacer pero habías estado despierta hasta las cuatro de la madrugada y de verdad necesitabas dormir si no querías padecer un terrible dolor de cabeza a lo largo de todo el día. Te estiraste haciendo que tu espalda crujiera y de tu garganta surgió una ligera queja, recordaste las veces que tu mamá te retó por hacer aquello, la ponía nerviosa. Respiraste profundo y te quedaste quieta mirando el techo (rosa, por el efecto trasluz del sol al filtrarse por tu ventana y chocar con la tela rosada de tu cortina). Giraste un poco tu cabeza y sonreíste al ver tus valijas descansando sobre tu pequeño sillón. Tus ojos volvieron a fijarse en la lámpara que pendía sobre tu cabeza y suspiraste.

-Hoy viajo... -murmuraste nostálgica y mordiste tu labio feliz. Ese viaje había sido todo un dilema, motivo de discusiones, gritos, lágrimas, dolores de cabeza y malos momentos. Pero sobre todo te provocó miedo, muchísimo miedo, y eso, para una persona con tus características, era muy peligroso. Ceñiste tus párpados con fuerza y agitaste tu cabeza intentando alejar ese pensamiento. La decisión estaba tomada: viajarías y lo pasarías genial, a tu manera.

Te paraste de la cama y caminaste hasta el baño, podías escuchar música en el piso de abajo, signo de que sólo tu mamá y vos estaban en la casa, tu papá no era muy fanático de esa sucesión y combinación simultánea de sonidos que ustedes amaban con locura. La música enriquece el alma... habías dicho una vez al escuchar las quejas de tu viejo (que sólo se mostraba gruñón para eso, el resto del tiempo era súper compinche con vos). Reíste un poco pensando en cuanto extrañarías esos pequeños detalles de tu vida cotidiana (los que estarían ausente por veinte largos días, el tiempo que duraba tu viaje). Abriste la ducha y te sumergiste bajo el chorro de agua, dejando que tu mente fluyera.
Ya hacía casi un año que te preparabas para este viaje. Terminabas de cursar primer año del ciclo orientado (o más conocido como 1º de Polimodal) y te ahogabas en la emoción al pensar que en tan sólo dos años egresarías, pero eso trajo como consecuencia verte en la obligación de pensar en el viaje de fin de curso, un viaje que desde hacía mucho tiempo atrás habías decidido no realizar (por tu condición de salud) bajo las quejas de todas tus compañeras/amigas.
Fue todo una odisea, aseguraste y juraste que nada te haría cambiar de opinión e intentaste por todos los medios posibles explicar tus razones, hasta que por fin, luego de largas charlas, te comprendieron. Pero que te entendieran no significaba que se quedarían en el molde y dejarían las cosas pasar. Prácticamente te arrastraron a la segunda reunión con la empresa con la que había escogido viajar. Uno de los coordinadores te contó que todas tus compañeras le habían contado tu problema y que habían conseguido hacer una excepción en tu caso, pudiendo así viajar y tener la libertad de elegir que cosas hacer y que otras no, adquiriendo también un permiso para quedarte sola en el hotel durante las noches cuando todas se fueran a los boliches. Mientras escuchabas en tu cabeza tú cuestionabas que habías hecho de bueno en esta vida (o en otra) para tener esas amigas. Y así fue como un año después desayunabas junto a tu mamá que estaba loca con los preparativos adicionales de tu viaje.
Suspiraste al escuchar como tu madre conversaba por teléfono con tu psicóloga de hace tres años atrás (la que te había “dado el alta” seis meses después de que comenzaras tus sesiones) pidiéndole que si vos lo necesitabas estuviera dispuesta a charlar con vos (vía telefónica) a pesar de estar a kilómetros de distancia, te carcajeaste cuando le ofreció pagarle la particular consulta, era un poco obvio que Adriana (la doctora) no trabajaría gratis.

Él

Presionaste un poco más la almohada que colocaste estratégicamente sobre tu cabeza para no escuchar los gritos de tu madre y bufaste cansado. Llevaba al menos media hora llamándote pero vos no querías levantarte, sólo querías dormir un poco más.

-¡Juan Pedro, te lo advierto por última vez! –la escuchaste gritar desde el piso inferior, nuevamente ignoraste por completo su orden y te quedaste quieto en tu lugar. Minutos después sentiste como abría la puerta, quitaste la almohada de tu cabeza de mala manera y media milésima de segundo después estabas completamente empapado.

-¡Mamá! –te quejaste moleste pero callaste cualquier insulto al ver la severidad de su rostro. Te paraste de tu cama sin decir media palabra y al pasar por su lado te inclinaste para besar su coronilla, la viste contener una sonrisa y carcajeaste, era tan fácil comprarla, ¡Cuánto la querías!

-Date un baño rápido, todavía ni armaste tus valijas y ya son más de las doce… -te retó pero su voz volvía a ser dulce, como todos los días. Asentiste y tomaste tus toallas antes de pasar directo al baño. Al recibir el contacto del agua tibia te estremeciste, tus músculos comenzaban a relajarse de a poco y te permitió pensar con más libertad.

Una sonrisa gigante apareció en tu rostro. Hoy viajabas a Bariloche, hoy se hacía realidad tu anhelado viaje de egresados. Reíste al recordar el último día de clases dos años atrás, estabas completamente enloquecido, a tal punto que tu mamá llegó a quejarse porque las veinticuatro horas del día le taladrabas la cabeza con el mismo tema.
Siempre tuviste muy claro que por nada del mundo te perderías tu viaje, era el sueño del pibe, como decía tu mejor amigo Agustín, agregándole el plus de que asistías a un colegio sólo de hombres y por medio de la hermana del cuñado de tu amigo se habían enterado que compartirían el hotel con un colegio de solo mujeres. Según en vulgar vocabulario de Agus tenedor libre a toda hora. Agitaste tu cabeza riendo por la cantidad de incoherencias que podían salir de la boca del cachetón en su estado de suma emoción y ansiedad pre-viaje.
Toda tu vida creíste (y cuando digo ‘toda tu vida’ me refiero a cuando empezaste la secundaria) que asistir a un colegio donde no hubiera si quiera una chica la vista sería la peor tortura que te tocaría atravesar. Pero lo cierto es que tenía sus cosas positivas: menos discusiones por patéticos motivos superficiales y materialistas, menos competencia (no sólo de la competencia que existía entre las mujeres por quien es más linda [dicho sea de paso eso debería dejar de ser así] sino también la que aparece a la hora de ganarse a una chica que podría también gustarle a tu compañero y con el que no intercambiarías nunca más ni media palabra en el caso de que dicho punto de interés que tienen en común se fijara en alguno). También estaba el hecho de un idioma común entre tus pares y la libertad de charlar de lo que sea sin tener a una curiosa escuchando todo para después distorsionar el mensaje a su conveniencia y así recién poder contarlo a sus ‘amigas’ a la que les jura estar diciendo textualmente las palabras que escuchó por accidente.
Claro está que vos no metías en la misma bolsa a todas las mujeres, pero siempre había alguna con interesantes características a resaltar. Pero ignorando el hecho de que asistir a un colegio de varones no te afectaba, deseabas que se hicieran las ocho de la noche para poder subirte al micro y así comenzar el gran viaje, al que ya, desde un principio, catalogabas como inolvidable.

Mi única curaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora