capítulo 1

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Cuándo la mano se escabulló y lo arrastró dentro del callejón, la única emoción del chico fue una sensación de un «te lo había dicho». Sabía que no iba a poder volver a casa a salvo.
Había un nuevo libro de magia en la librería. Mientras lo leía, había perdido el sentido del tiempo, sin saber que tan tarde era hasta que la Señora Cooper le recordó que tenía que cerrar en quince minutos. Sus padres estarían furiosos. Se apresuró por la sala de lectura y bajó las escalas de piedra que conducían a la acera, tomándose sólo el tiempo necesario para cerrar el libro con reverencia y volverlo a introducir en su espacio en el anaquel. Incluso en ese apuro, había amado la novedad del cuero rojo del libro a diferencia de los otros libros viejos, con sus descoloridas cubiertas de tela.
Nunca antes había estado fuera de casa tan tarde en la noche.
De alguna manera la noche le permitía a las cosas familiares cambiar su forma. Los murciélagos se abalanzaron contra las luces de la calle; parecían volar muy bajo, casi rozando la corona de su cabeza con sus veleidosas alas. Dos formas erizadas de orejas puntiagudas se lanzaron en su camino, y el chico dio un brinco hacia atrás e hizo un pequeño sonido involuntario desde su garganta. Fue ahí entonces cuando la mano se cerró alrededor de su cuello.
Lo arrastró hasta el callejón y lo sostuvo fuertemente contra sí. Su rostro estaba enterrado en los pliegues de lo que era un vestido o una capa. Un rancio olor acre se retorció hasta las ventanas de su nariz. Fue incapaz de toser aquel olor. Empezó a sentirse ahogado. Entonces la mano estuvo sobre su boca. Los dedos, fuertes, resecos, e imposiblemente afilados, rebuscaban en su boca. Tratando de separar sus labios.
El chico giró su cabeza, frunciendo sus labios más fuerte de lo que pensaba que era posible. Los dedos se enterraron en su cara, tirándole de la cabeza hacia atrás, hasta a los pliegues de la capa. Algo pequeño y delicado le golpeó el cuello. Un mullido llanto escapó de él—el dolor era enfermizo.
Después hubieron dos manos; una apretando su nariz, extrayéndole la sangre. Finalmente, incapaz de contener  más la respiración, abrió su boca y tragó una bocanada del pío aire helado. La otra mano haló de su mentón hacia abajo. Algo suave y baboso se deslizó por sus labios y se esparció sobre su lengua. Se sentía como si una babosa salada se hubiese disuelto dentro de su boca. Aquello sabía a lo que olía la capa, picante y amargo.
Quería escupir, pero la mano aun estaba sujetando dolorosamente su rostro. El ápice calentaba su garganta mientras se deslizaba hacia abajo. Aquella parte se sentía casi bien. El calor empezó a esparcirse por todo su cuerpo. Se fue sintiendo maravillosamente flexible. Sentía un hormigueo en sus pies y dedos. Las manos lo dejaron libre y cayó sobre el suelo.
Los fríos adobes se sentían refrescantes contra su mejilla. Su cuello estaba torcido en un incomodo ángulo pero ya no sentía ningún dolor. Entre las cimas de los edificios que se alzaban a cada lado de él, pudo ver una brizna de oscuridad alumbrando junto con estrellas como cabezas de alfiler. Una brisa nocturna barrió su rostro y ondeó su cabello mientras se incorporaba. El cielo estaba increíblemente hermoso. Quería cantarle.
1980
Las teclas del piano era suaves como un hueso y frías bajo sus dedos. Amaba su crudeza, el negro intercalado con blanco en contra posición al profundo negro de la laca del piano. La habitación era escueta a propósito, también. El piano y la banca eran los únicos objetos en la habitación. El suelo era de  una pulida madera oscura con un leve tono de miel-dorada que lo hacia parecer resplandeciente.
Se sentó con su espalda apoyada en la larga ventana que casi ocupaba toda la pared trasera de la habitación. Su casa se encontraba en un acantilado con vista al océano. Cuando se paraba frente a la ventana, podía mirar a las olas chocar y desintegrarse contra las ásperas rocas. Se sentó en el rincón más alejado de la habitación. Si se hubiera girado para encarar la ventana, habría visto sólo una larga extensión del cielo color-azul grisáceo dividido por  los tres fuertes travesaños de la ventana.
Quizás hubiese sido el cielo de la mañana o un cielo del atardecer, o un cielo a punto de estallar en una tempestad; no lo sabía y ni le importaba. Dormía cuándo se sentía cansado y pasaba la mayor parte de sus horas de vigilia en el piano. Su rostro, que se inclinaba sobre las teclas, era sereno y casi tan juvenil como cuando había tenido diez años: su cuerpo era delgado y compacto, su pálido rostro libre de arrugas estaba cubierto por una delicada mata de pelo oscuro, sus ojos eran como unas piscinas de un negro diáfano, con una boca sería y triste.
Dejaba vagar sus manos sobre las teclas del piano. Las  notas rozaban, se agrupaban, y se separaban la una de la otra y derivaban cuesta abajo para derretirse sobre el piso dorado. A medida que la notas llegaban a sus oídos sonreía débilmente. Le había tomado tanto tiempo descubrir que podía crear este tipo de música.
1960
Su cuello no estaba fracturado. Haberlo tenido en esa posición tan brusca había lastimado un musculo, y mientras estuvo en el hospital tuvo que acostarse de espaldas, tan inmóvil como fuese posible, con un grueso collar de metal y espuma acunando su cuello inmóvil. Memorizó cada rotura y mota del techo. En ocasiones el aburrimiento era casi tangible.
Aprendió a no llorar porque las lágrimas se deslizarían a ambos lados de su cara y dejarían al pelo detrás de sus orejas molestamente húmedo; no podía levantar sus manos lo suficiente para secarse las lágrimas.
Después de los dos primeros días se encontró con que cantar aliviaba su aburrimiento. Incluso mejor, le hacía olvidar su dolor y la experiencia en el callejón.
Una noche una enfermera lo escuchó. El chico dejó de cantar cuando la enfermera entró en el cuarto, pero ella le pidió que continuara, y después de persuadirlo un poco el chico le cantó una canción. Había compuesto las letras y la melodía todo el mismo, mientras yacía en la cama del hospital. Podía ver arboles y un trozo de cielo a través de la ventana, y anhelaba estar allí afuera. Había rimado «árboles» con «brisa». Era la obra de un chico de diez años de edad, aunque la poesía era prometedora.
Lo que importaba, en todo caso, era su voz. Su cuello estaba tensado y acolchonado, por todo ello su voz debería haber sonado ahogada, débil. Pero en su lugar, era gloriosa. Cantaba fuerte, ronco y dulcemente, la voz de un niño, pero escondida en su canción habían insinuaciones de oscuridad, intimidaciones de miedo y dolor.
Mientras la enfermera sostenía sus manos y lo escuchaba, las lágrimas empezaron a pugnar en sus ojos. Había recordado una noche hace casi catorce años atrás, cuando sus padres se habían ido a un viaje de compras a la ciudad y habían olvidado dejarle abierta la puerta principal. Estaban a más de tres mil millas de distancia del vecino más cercano, y se había acurrucado con terror en un rincón del porche principal, diminuta y enferma, hasta que finalmente el coche familiar  se estacionó en la entrada. Nada en la hermosa cancioncita del niño había insinuado aquello, pero aun así revivió aquel momento tan vívidamente que su estomago se retorció con su terror infantil.
El recuerdo la lastimó, pero la voz del niño era tan hermosa que llamó a las otras enfermeras para que lo oyesen cantar. Sostuvieron sus alientos hasta que terminó de cantar. Una de ellas, un chica con casi veintiún años, salió corriendo de la habitación sollozando. Luego explicó que no sabía que le había pasado; supuso que solamente sentía pena por el pequeño niño, acostado allí tan diminuto y pálido.
El chico escuchó a las enfermeras susurrando detrás de la puerta, y la lágrimas emergieron en sus ojos también. Las alejó, recordándose que no podía llorar. En su lugar empezó a cantar suavemente para si mismo.
1970
Se detuvo con la frente presionada contra el gélido cristal de la pequeña ventana que no abriría. Detrás de él, en el vestidor del club, los otros miembros de la banda andaban dando vueltas; afinando las guitarras, pasando sus dedos nervioso por sus cabellos andrajosos, alistándose para el espectáculo. Podía ver los frágiles reflejos de sus movimientos en el cristal.
Miró más allá de las imágenes fantasmas del cristal al cielo. El anochecer se estaba apoderando de la ciudad. El cielo gradualmente se intensificaba en un color azul, más profundo que la cascara de un huevo pero aun no de un color azul celeste; arremolinadas en el azul habían nubes de un rosa pálido tan mullidas y etéreas como algodones de azúcar. No pudo ver más allá de eso hasta que PJ vino y puso una mano sobre su hombro.
—¿Cómo va, hombre? ¿Todo listo?
Se giró para encarar a PJ. El baterista parpadeó, y entonces sonrió.
—Me encanta, —dijo —.Luces genial.
Estaba vestido completamente de negro: leotardos, traje de malla, una gran bufanda atada alrededor de su cabeza. Su rostro estaba pintado de blanco, y alrededor de sus ojos y cejas había esparcido kohl negro, haciéndolos ver hundidos y velados. Su rostro estaba enmarcado por su cabello oscuro, el cual caía casi hasta sus hombros. Lucía macabro; lucía hermoso.
—Me encanta, —dijo PJ otra vez.
—Gracias —.Se alejó de la ventana.
—Hay bastante gente ahí afuera. Ya miré —.PJ sonrió de nuevo, nerviosamente. Esta era la primera presentación oficial del grupo, la primera vez que se les iba a pagar por hacer música.
—Genial, —dijo con esfuerzo. No quería hablar; podía sentir la anticipación creciendo dentro de él. Y en este momento no quería usar su voz para nada más que no fuera cantar.
La puerta del vestíbulo se abrió y una cabeza se asomó.
—¿Chicos? ¿Ya están casi listos?
Los otros tres se hicieron una mueca entre ellos. Cerró los ojos, sintiendo un escalofrío que comenzaba en el fondo de su estomago y crecía dentro de él en dos direcciones; se deslizaba hacia abajo de sus piernas, haciendo que sus rodillas se bloquearan; y en la otra hormigueaba por su pecho hasta su garganta, tratando de expulsar su voz. Ya estaba listo.
Al primer trino de su voz, las conversaciones del gentío disminuyeron. Para el momento en que había cantado las lineas de apertura de la primera canción, todos en el club le estaban mirando, algunos empujando hacia adelante para acercarse al escenario, algunos respirando el aire que se arremolinaba un poco más profundo.
Su participación no era larga, pero el tiempo se detuvo para él; el espectáculo bien pudo haber durado un momento o una eternidad. En las notas más altas su voz se enronquecía y parecía como si se debiera quebrar; el sonido trajo lágrimas a los ojos de algunos espectadores.
En su ultima canción, una parte del público coreaba la canción. Otros se sentaban absolutamente paralizados, los ojos enfocados en su rostro. Muchos estaban llorando abiertamente mientras cantaban o sólo escuchaban.
En la parte de atrás del club, un hombre grande en un traje de negocios puso su mano sobre sus ojos. Era el caza talentos de una empresa discográfica, y había venido a descubrir un talento rentable, no a tener sus emociones devastadas a causa de la música. Pero la voz del cantante le habían traído a su mente una suave y dulce nana que su madre le cantaba años atrás. Su madre había muerto rápida y desastrosamente en un accidente automovilístico cuándo él tenía quince años. El recuerdo era casi insoportable.
El hombre se estremeció de nuevo, entonces se congeló y presionó su mano contra su pecho. Sintió que su corazón dejaba de latir. Se incorporó con la vaga idea de encontrar un teléfono, encontrar un doctor, pedirle a alguien, a alguien ayuda. El dolor le golpeó desde atrás en su pecho. Quería aflojarse el cuello del traje, pero en cuanto levanto su brazo, un perno apuñaló a su corazón.
La última cosa que vio fue la mirada confusa del cantante dirigida a la parte trasera del club, entonces, en cuanto la gente se dio cuenta de lo que había pasado y acudieron a ayudarle, le vio agitar su cabeza como si estuviera avergonzado.
1973
Ella era un chica linda, a pesar de su palidez y de sus mejillas hundidas, con un cabello negro resplandeciente en dos colas y con una ruidosa y maltratada caja de metal entre sus brazos. Un cable auricular salía de la caja hasta sus hombros y desaparecía detrás de su cola derecha.
La chica se paró en el borde del techo de un edificio de oficinas y miró hacia abajo a los carros rugiendo a través de las mugrientas calles, miró a las personas once pisos debajo. Se imaginaba estando en el medio de la multitud, oliendo el cuerpo de las personas, su cálido aliento rancio. Deseó aterrizar sobre una de esas personas.
Así no era como se suponía que iba a ser. En las caricaturas o en los programas de la TV siempre se reunía una multitud allá abajo, la mitad de ellos tratando de salvar a la persona, y la otra mitad gritando “Saltad.” Nadie la había visto en el borde del techo. Nadie la vería lanzarse.
Una ráfaga de viento la sobresaltó, y se tambaleó para equilibrarse. No estaba aun segura de tener el coraje para saltar; ciertamente no quería ser lanzada. Presionó el botón de su reproductor de casetes. La cinta empezó, silbando su silencio en sus oídos, la voz llenó su cabeza. Su banda, su cantante, su amor—la única persona que había amado. Ninguno de sus poemas expresaban la agonía de su vida tan bien como la oscuridad y el dolor de su voz. Él había conocido el mismo dolor. Nada podía ser peor que su propio dolor, pero él lo conocía. Él entendía. La enloquecedora belleza de su cantar se lo dijo. Sí, él entendía. Si ella moría, moriría por él. Estaba contenta de haberle escrito aquella nota.
La música controlaba todo su cuerpo ahora. La iba a elevar del borde del techo. Si estaba destinada a vivir, la elevaría; volaría. Si no, entonces caería.
Ahora su voz llenaba el mundo.
—En el fuego, en el centro del fuego, soy puro,— gemía él. Su voz se alzaba en la palabra “puro.”
Saltó. Su voz la siguió abajo. La caja de metal se destrozó cuando la chica golpeó el suelo.
1974
—No quiero, —dijo. Era una protesta a medio corazón.

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⏰ Última actualización: Aug 22, 2019 ⏰

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