Libro I

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[Después de una breve exposición, invoca el poeta a las divinidades protectoras de la agricultura, y a Augusto como a una de ellas, y entra seguidamente en la materia del libro, la cual divide en seis partes: la primera trata de la naturaleza de las tierras y de los métodos de cultivo; la segunda, del origen de la agricultura; la tercera, de los instrumentos de la labranza; la cuarta del tiempo propicio para las labores del campo; la quinta, de los pronósticos que pueden sacar los labradores del aspecto de los astros, y la sexta contiene una admirable digresión sobre los prodigios que siguieron a la muerte de César. Concluye con un epílogo, en que implora para Octavio y el pueblo romano el favor de los dioses.]

Cómo se producen lozanas mieses, bajo cuál astro conviene, ¡oh Mecenas!, labrar la tierra y enlazar las vides con los olmos, que cuidados reclaman los bueyes, qué afanes los ganados, cuánta industria exigen las guardosas abejas empezaré desde ahora a cantar. ¡Oh clarísimas lumbreras del mundo, que regís el orden con que las estaciones se van deslizando del cielo! ¡Oh Baco y oh alma Ceres, si por merced vuestra la tierra trocó la bellota caonia por la fecunda espiga y mezcló las aguas del Aqueloo al jugo de las uvas recién descubiertas! ¡Oh Faunos, númenes propicios a los labradores, venid a mi, y venid también con ellos vosotras, oh vírgenes Dríadas! ¡Yo canto vuestros dones! Y tú, ¡oh Neptuno!, para quien la tierra, herida por primera vez de tu gran tridente, hizo brotar el fogoso caballo! Y tú también, morador de los bosques, en cuyo honor trescientos novillos blancos como la nieve pastan las fértiles dehesas de la isla Ceos; y tú, ¡oh Pan Tegeo, pastor de ovejas!, abandonando el bosque patrio y las selvas de Liceo y tu querido monte Ménalo, asísteme con tu favor; y tú, ¡oh Minerva, descubridora del olivo! Y tú, ¡oh mancebo inventor del corvo arado! Y tú, Silvano, que llevas por cayado un tierno ciprés descuajado; y vosotros todos, dioses y diosas, que veláis por la fertilidad de los campos, así los que alimentáis las plantas nuevas que brotan de suyo, como los que enviáis desde el cielo a los sembrados abundosas lluvias. Y también tú, de quien aún es dudoso a cuáles concilios de los dioses estás destinado, ya prefieras tomar sobre ti el cuidado de las ciudades y de las tierras, ¡oh Cesar!, y el dilatado mundo te reciba por dador de los frutos y árbitro de las estaciones, ceñidas las sienes con el materno arrayán; ya llegues a ser el dios del inmenso mar, y los navegantes acaten solo tu numen, y te reverencie la remota Tule, y Tetis te pague con todas sus ondas la gloria de tenerte por yerno; o bien, nueva estrella, te añadas a los meses estivos, ocupando el lugar que se te abre entre Erígone y las Celas, que le están inmediatas, para lo cual ya el férvido Escorpión recoge sus brazos y te cede en el cielo un espacio más que bastante; cualquier dios, en fin, que llegues a ser (porque no espere el Tártaro tenerte por rey, ni te vendrá tan fiera codicia de reinar, por más que ensalce la Grecia los Elíseos campos, y solicitada Prosérpina, resista seguir a su madre), allana mi empresa, aliéntame en este atrevido ensayo, y compadecido, como yo, de los labradores que desconocen el buen camino, acude a mí y acostúmbrate ya a ser invocado como una divinidad.

Al renacer la primavera, cuando las frías aguas se deslizan de los nevados montes, y al soplo del céfiro se va abriendo el terruño, empiecen ya mis yuntas a gemir bajo el peso del arado, hondamente sumido en los surcos, y reluzca la reja desgastada en ellos. Aquella sementera que dos veces hubiere sentido los soles y los fríos llenará, en fin, los deseos del avaro labrador, en cuyas trojes rebosará una abundantísima cosecha.

Mas, antes de romper con la reja un campo desconocido, conviene informarse de los vientos y de las varias influencias del cielo a que está expuesto, de los cultivos usados en el país y de las propiedades del terreno, y de cuáles frutos produce y cuáles rechaza la comarca. Aquí se da mejor el trigo, allí la uva; aquí brota arbolado, allí de suyo abundan los pastos. ¿No ves como el monte Tmolo nos envía el oloroso azafrán, la India el marfil, los afeminados Sabeos sus inciensos, los desnudos Cálibes el hierro, el Ponto los castores medicinales y el Epiro sus yeguas de Elis, destinadas a las palmas olímpicas? Estas leyes constantes, estos eternos conciertos impuso la naturaleza a determinados lugares, desde aquel tiempo primero en que Deucalión fue arrojando por el despoblado mundo las piedras de que nacieron los hombres, duro linaje. Ea, pues, empiecen tus robustos bueyes a remover la tierra fecunda desde los primeros meses del año, para que el polvoroso estío recueza los terrones con sus ardientes soles; mas, si cultivas una tierra ingrata, bastará ararla muy por encima cuando entre el sol en el signo de Arturo; en el primer caso, para que las muchas hierbas no ahoguen la rica mies; en el segundo, para que no pierda la tierra su escaso jugo, quedando reducida a estéril arena.

Eneida, Bucólicas y GeórgicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora