1-10

303 4 0
                                    

Uno

Septiembre, 1941

— ¡Aquí también, no, Nee!

En la entrada vi cómo del cucharón que sostenía mi tía se derramaba sopa en el mantel. En aquellos días no había grasa en el caldo que pudiera dejar mancha; aun así, el corazón me dio un vuelco al ver que ella no hacía ademán de secar el vertido. Desde la llegada de los alemanes estaba más encerrada en sí misma; languidecía por momentos y a veces era como volver a perder a mi madre.

— Por supuesto que aquí también, Mies —se mofó mi tío. La blanca piel de la cara se le sonrosó con ese rubor fácil que tienen los hombres pelirrojos. Se echó hacia atrás y se quitó las gafas para limpiarlas con la servilleta—. ¿Creías que los alemanes nos anexionarían para que sirviéramos de refugio a los judíos? La cuestión es por qué han tardado tanto.

Llevé el pan a la mesa y me senté en mi sitio.

— ¿Qué ha pasado?

— Hoy han anunciado una serie de restricciones para los judíos —contestó mi tío—. Apenas podrán salir de casa. —Examinó las gafas, volvió a ponérselas y luego me miró directamente.

Me quedé paralizada, blancas las yemas de los dedos con los que sujetaba la cuchara, al recordar de repente algo que había presenciado en mi niñez.

Regresábamos a casa del colegio cuando nos encontramos con un hombre que estaba golpeando a su perro. Todos le pedimos a gritos que parase —el hecho de que fuéramos varios nos hacía valientes— e incluso algunos de los chicos mayores trataron de separarle del animal. Me llamó la atención el muchacho que tenía a mi lado; sabía que a menudo los mayores le pegaban. Él, como los demás, también gritaba; « ¡Basta! ¡Basta ya!». Pero algo en su expresión me dejó helada: satisfacción. Cuando mi tío se dirigió a mí, volví a ver el gesto de aquel chico.

— A partir de ahora todo será diferente, Cyrla.

Bajé la vista al plato, pero el corazón empezó a latirme con fuerza. ¿Estaba sopesando los riesgos de tenerme en su casa?

Su casa. Clavé los ojos en el mantel blanco. Debajo había unas faldillas ribeteadas con flecos de seda dorada. Al principio me pareció extraña esa forma de cubrir las mesas, pero ahora me sabía de memoria los colores y el estampado de aquel modelo. Paseé la mirada por aquella habitación que había llegado a amar: las altas ventanas pintadas de un blanco luminoso que daban a nuestro pequeño patio; las tres acuarelas del Rijksmuseum que colgaban en columna de un cordón trenzado; el salón vislumbrado al otro lado de las cortinas de terciopelo color Burdeos, con el piano en un rincón rodeado de fotografías enmarcadas de nuestra familia. El corazón empezó a latirme aún más deprisa… Si yo no formaba parte de aquel lugar, ¿de cuál entonces?

Miré a mi prima. Anneke era mi salvoconducto para moverme por el peligroso mundo de mi tío. Pero llevaba todo el día distraída y divagaba cada vez que trataba de hablar con ella, como si guardara un secreto. Ni siquiera había oído la amenaza de su padre.

— ¿Qué? —pregunté en voz baja—. ¿Qué será diferente?

Mi tío estaba cortando el pan. No se detuvo, pero vi la mirada de advertencia de mi tía.

— Todo —cortó tres rebanadas y dejó el cuchillo en la mesa con cuidado—. Todo será diferente.

Me acerqué la barra de pan, cogí el cuchillo con la misma determinación que si fuera una pieza de ajedrez y corté una cuarta rebanada. Volví a dejar el cuchillo en la tabla y puse las manos en el regazo para que él no viera cómo me temblaban. Alcé la barbilla hasta mirarle de frente.

La cuna de Mi enemigo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora