El Comando Senil y la Auxiliar de Geriatría

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Un accidentado inicio de añoLa noche del 31 de diciembre prometía ser tranquila en el geriátrico hasta que el comando senil inició su incursión. Jacinto Gorrales se soltó del andador y se abalanzó sobre la enfermera al grito de «¡¡viva Fraga, viva Palomares!!». La muchacha, a la que todos conocíamos por el apodo de la Bombi, sorprendida por el ímpetu del nonagenario e intentando que no se partiera la cadera con la caída, quedó atorada en el suelo bajo el peso del anciano. Al instante, ante los gritos proferidos por la joven, dos celadores se abalanzaron sobre ambos, no tengo muy claro si en aras de ayudar o de aprovecharse de la enfermera caída. El caos se impuso en la sala. El señor y la señora Porrete se hicieron fuertes en el carrito de las medicinas, se dieron un festín de pastillas y se guardaron en los bolsillos laxantes, jeringuillas y pañales. Julito Caballer, subido en una mesa, animaba la escena mientras daba vueltas a la bolsa de drenaje sobre su cabeza a modo de lazo vaquero. Don Pancracio, con cara de ansiedad, corría babeando a velocidad de andador hacia los sobrecitos de azúcar de la máquina del pasillo. Doña Dolores empezó a proferir insultos al clero con su dentadura en alto mientras Juanito y Catalino empujaban sus sillas de ruedas en dirección a la orgía, animando a Jacinto al ritmo de «dale lo suyo Jacinto, dale a la moza, que tú puedes». Yo, por mi parte, me había instalado en el cuarto de personal, desde donde disfrutaba de la caótica escena mientras daba cuenta de una bandeja de polvorones y una botella de moscatel.Llamó mi atención un movimiento en la ventana y, al enfocar la vista hacia el exterior (algo que llegadas ciertas edades puede considerarse un esfuerzo ímprobo), pude observar cómo dos in-dividuos atravesaban el patio delantero de la residencia llevando a empellones a Karina, auxiliar de geriatría de origen nórdico, acen-to marcado y bata blanca tan corta como prieta. No sé si por los empujones que proferían o por los pasamontañas que tapaban sus cabezas, sospeché que algo no iba bien. Me levanté y me dirigí ha-cia la puerta, justo en el momento en que la enfermera le pegaba un bofetón a uno de los celadores que seguía sobre ella, mientras el otro se sumía en un cariñoso abrazo con Jacinto Gorrales y le miraba a los ojos con ternura.Alcancé a la carrera a los dos individuos que, en ese momento, ya habían llegado a la puerta principal y mantenían a la chiquilla en vilo, cogiéndola uno por cada brazo. Me dirigí al que parecía menos corpulento, aunque pude advertir que ambos estaban más cuadrados que un Sugus. —Perdóneme usted, caballero, ¿adónde se llevan a la señorita Karina? —pregunté poniendo voz de tertuliano radiofónico e in-tentando parecer autoritario.El homínido se me quedó mirando a través de los agujeros del pasamontañas con ojos atónitos y carentes de brillo alguno que demostrase inteligencia. Balbuceó, dudó, miró a ambos lados y, sin mediar palabra, me asestó tal puñetazo en la nariz que me dejó semiinconsciente en el suelo. Acerté a ver de soslayo cómo metían a la mujer en el asiento trasero y después me cogían entre los dos para arrojarme sin piedad al interior del maletero. En ese momen-to perdí el sentido, no sé si por el golpe de la nariz, el que me di al caer dentro del vehículo o fruto del intenso olor a gasolina y sudor que había en el habitáculo.Desperté sentado bajo el Oso y el Madroño de la Puerta del Sol, al filo de la medianoche. Entre el gentío que me rodeaba, al-gunos disfrazados, otros mal vestidos y la mayoría borrachos, pasé inadvertido. Solo un anciano con una larga barba canosa, sentado a mi lado, me miraba con curiosidad. Alzando una bolsa de papel marrón por la que asomaba el cuello de una botella, se dirigió a mí.—«Felis... asño... nevo» —balbuceó.—Feliz Año Nuevo —le contesté agitando la mano entre ambos para diluir el hedor a alcohol que había quedado flotando en el ambiente—. Vaya cogorza lleva usted, amigo.—«Felis... asño... nevo» —repitió dejando caer la cabeza hacia atrás y golpeándose contra el granito de la base de la estatua.Aproveché su inconsciencia para pegar un trago de la botella, sintiendo al instante cómo el líquido bajaba por mi garganta y me abrasaba el pecho. Exhalé, carraspeé, esputé y noté cómo se me saltaban las lágrimas por el efecto del brebaje. Me puse en pie y me dirigí hacia el centro de la plaza intentando recordar qué había pasado. ¿Qué habría sido de Karina? ¿Quiénes eran aquellos sicarios? ¿Cuándo me había cambiado de camisa por última vez? Este último pensamiento surgió a raíz de fijarme en dos rodales de puré que tenía en la manga, producidos, con toda probabilidad, al limpiarme durante alguna cena.Como la noche era fría y prometía ser larga, aproveché que unos individuos morenos fumaban y discutían para coger prestados dos tablones unidos por cuerdas que pasé por encima de mi cabeza. Ambos rezaban en negrita: «Compramos oro, plata y metales. Los mejores precios». No es que abrigasen mucho, pero por lo menos me permitían pasar inadvertido entre las docenas de hombres anuncio que proliferaban por la zona. Comencé a andar tan rápido como pude, teniendo en cuenta la envergadura de los tablones que vestía. En unos veinte minutos conseguí salir de la plaza por un lateral.Abandoné los contrachapados y comencé a deambular con la idea de encontrar algún lugar en el que resguardarme para poder evaluar la situación y mis opciones. La humedad del suelo, unida al frío del ambiente y al hecho de ir descalzo por haber perdido mis pantuflas en el maletero me impedían pensar con claridad. No tardé mucho en encontrar un cajero automático para cobijarme; entré en él pasando por encima de tres indigentes que hacían noche en la puerta, arropados con cajas de cartón. Tras retocarme el pelo y gesticular las consabidas muecas que se hacen siempre frente a la cámara de vigilancia, me tumbé en el suelo con los pies en alto apoyados sobre el teclado e intentando captar el calor que desprendía la pantalla. De fondo, el carillón del reloj de la plaza comenzó a bajar anunciando el final del año. Le siguieron doce campanadas y los gritos de histeria del gentío.Debí quedarme traspuesto y, cuando desperté, estaba arropado por los dos pordioseros que, imitándome y acurrucados junto a mí, descansaban en la misma postura. Eran casi las seis de la mañana, según el reloj del cajero y, antes de incorporarme, aproveché para tratar de reflexionar. ¿En qué momento se me había ido la situación de las manos? ¿Cómo había cambiado el sofá de la sala de descanso de personal, una botella de moscatel y una fuente de polvorones por el mugriento suelo de un cajero? ¿A dónde se habrían llevado a Karina?Estaba inmerso en mis pensamientos cuando recordé haber visto a la auxiliar haciéndose carantoñas con Manolo, un celador de cuerpo hormonado, bronceado, depilado, tatuado y, en general, casi todo calificativo que termine con «ado». Un maniquí humano sacado del molde con el que hacen a todos los zagales contemporáneos. Recordaba haberle escuchado con un tono de voz elevado, durante su turno de comida, sus andanzas por el barrio de Arganzuela. Se jactaba de haber catado todos los bares de la zona y a gran parte de las mujeres oriundas en edad de merecer. Recordé también que tenía un pastor alemán y que lo paseaba por la zona del antiguo matadero usándolo como motivo de conversación, reclamo y cebo de pesca para toda mujer que se encontrase en la misma circunstancia de cuidado canino. De todos es sabida la generalizada costumbre entre los poseedores de canes e infantes de iniciar diálogo con aquellos que se encuentran bajo la misma condición.Animado ante la posibilidad de poder obtener algún tipo de información sobre la mujer que había visto salir arrastrada por los dos individuos, decidí acercarme a buscarle y, ya de paso, pedirle que me invitase a desayunar. Me levanté con cuidado, apartando la mano de uno de los indigentes, que me abrazaba de forma melosa. Me calcé unas botas mugrientas que había junto a la puerta y un abrigo tres cuartos gris que olía a chivo, prendas que, con toda seguridad, debían de ser de alguno de mis acompañantes de lecho. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido y me eché a andar.Amanecía en Madrid el día 1 de enero. Las calles estaban cubiertas de basura, vidrios, botellas y todo tipo de despojos, resultado de las celebraciones del año nuevo. Una brigada de basureros avanzaba en formación por ambas aceras con mangueras y escobas. Dos cucarachas mecánicas, alineadas con el bordillo de la acera, acuñaban bolas de residuos delante de ellas, mientras con un chorro de agua a presión escupían el resto hacia los barrenderos. Al rebasar mi altura, ni los mal pagados limpiadores subcontrata de bajo coste del Ayuntamiento hicieron por apartarse, ni el conductor del escarabajo pelotero redujo el chorro de agua, que me espurrió la mierda en los tobillos.En el Paseo del Prado, algunos viandantes pululaban como zombis entre gente con restos de alcohol en el cuerpo que daban tumbos por el centro del asfalto y buscaban algún medio de transporte. Sobras humanas de una noche de celebraciones buscando el camino a casa en contra de su voluntad, grupos de personas que habían alargado la juerga más tiempo del debido con tal de no tener que hacer frente a su realidad, aquellos que habían hecho del alcohol su combustible de evasión o los que, por su extrema juventud, tenían energías suficientes para sobrevivir tres jornadas seguidas sin pegar ojo. Estaban también los rezagados buscando dónde atizarse la última, los que antes de retirarse preguntaban dónde encontrar un sitio para tomarse un chocolate con churros y los que empezaban su jornada de trabajo. Una fauna variada y digna de una gran urbe que alberga lo más inesperado de una raza humana a veces evolucionada de forma incierta.Comencé a bajar por el bulevar en dirección Atocha sintiendo el frescor de la mañana en la cara y viendo cómo el cielo enrojecía por el amanecer. Sabía que el camino era largo, aunque, por suerte, cuesta abajo. Transité por delante de tiendas de todo a un euro, locales con las persianas metálicas bajadas, coloridas pintadas de arte callejero con nombres indescifrables, varias franquicias de café que todavía no habían abierto y portales estrechos y desangelados. El moscatel de la noche anterior y mi envejecida vejiga me obligaron a parar varias veces, ora en un alcorque, ora en una esquina, con el fin de dar alivio a mis necesidades urinarias.Tras casi dos horas de paseos, descansos, paradas tácticas, resuellos y suspiros, conseguí llegar a la glorieta de Pirámides y al lugar en el que yo esperaba encontrar el río Manzanares. Pero, lejos del esperado caudal de agua, detritus y patos sucios que como digo recordaba, mi sorpresa fue hallar un faraónico parque digno de Gallardón I el Generoso.Grandes puentes posmodernos, sendas, veredas, caminos, pistas, calles, carriles y delimitaciones. Árboles, plantas, flores, matas, cardos y especies varias del género vegetal. Columpios, quioscos, zonas de ocio y esparcimiento, áreas cercadas para infantes, canes y otras especies en desarrollo. Todo un paisaje de urbanismo orientado al individuo de a pie, en el centro del cual, delimitada y canalizada de forma impecable, habían dejado el agua en forma de torrente para pequeños burgueses.Entre desolado, desilusionado y nostálgico, entré en un local achaflanado con un cartel rojo que rezaba «Bar Bitúrico», nombre sin duda asociado al apellido vasco del dueño. Pedí un café con leche y unas porras para tratar de acallar mis rugidos estomacales. Una canción de Mecano, remasterizada con ritmos de bacalao maquinero, sonaba de forma estruendosa en la radio. El camarero, hombre de pelo cano, barriga trabajada, camiseta decolorada y uñas mugrientas, se tomó su tiempo para preparar mi desayuno, del que di cuenta tan pronto lo apoyó sobre la barra. No tardé mucho en sentir el efecto carminativo de la grasilla de las porras, que me obligó a correr entre retortijones hasta el baño del local. Sin apenas tiempo para cerrar la puerta, alivié mis necesidades dándome la vuelta como un calcetín.Consciente de no tener dinero en efectivo ni forma alguna de pagar el desayuno recién ingerido que no fuese mi cuerpo serrano, aproveché un ventanuco de ventilación por el que, con un notable esfuerzo, me deslicé yendo a caer a un patio interior tan estrecho como mugriento. Aproveché la circunstancia para cambiarme de ropa, haciendo uso de la que había allí tendida y que se ajustaba casi a la perfección a mi talla y porte. Así, renovado por dentro y por fuera, me dispuse a recorrer el parque en busca de Manolo y su perro.

El Comando Senil y la Auxiliar de GeriatríaWhere stories live. Discover now