1

11 1 0
                                    


Cuando era pequeña amaba ir a la plaza y hamacarme. El sentir el viento en mi cara lograba que me sintiera feliz. Que me sintiera completamente libre e independiente. Solo colgaba de ese par de cadenas. No tener que preocuparme por nada. Solía ponerme triste por el solo hecho de que las hamacas estuviesen ocupadas o que tuviese que bajarme de ellas para retomar el camino a casa.

Hoy. Con mis, no tan livianos, 20 años. Me encuentro sentada en esa misma hamaca. Sintiéndome como me sentía a los 4-5 años. Pero irónicamente, solo quería bajarme y correr a casa. A los brazos del morocho que sentía llorar a mi lado. Me desesperaba no poder consolarlo. No poder controlar sus lágrimas. Y mucho más saber que era la culpable. Sabía que crecer era chocante y hasta doloroso, pero nunca pensé que esto podía pasarme.

Tenía el recuerdo del dolor en las costillas en cada patada que mi madre me daba. El calor de las manos de mi madre al abofetearme porque había intentado ponerme de pie, y luego sus manos sobre mi espalda al empujarme por la escalera. El dolor de mi cabeza al rebotar sobre los escalones de la escalera era imposible de olvidar. Recordaba el tac tac de mi cuerpo al caer por esos tres pisos de escaleras. Recordaba el sonido de la sirena de la ambulancia. La sensación del cuello ortopédico. Tenía el susurro de los médicos y el sollozo de mi abuela en la cabeza. Lloro al recordarlo, y ahora no quiero volver a casa, me da miedo mi casa. Quiero seguir en esta hamaca.

Hamaca al vacióWhere stories live. Discover now