El amanecer de mí alegría

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No podía separar los ojos de la televisión. Los dibujos animados le hacían soltar alguna que otra carcajada y se balanceaba inquieto en su silla. Cuando su madre le hablaba él asentía efusivamente sin prestar atención y seguía con los ojos fijos en aquella esponja amarilla que tenía la capacidad de vivir bajo el agua en una piña.

En cuanto su madre le puso el cuenco con los cereales en la mesa, hundió la cuchara en ellos entusiasmado. Aquellos eran sus favoritos, eran de chocolate y estaban rellenos de alguna substancia que él no conseguía reconocer, pero que pese a ello le encantaba.

Mientras comía sus cereales, algunas gotas de leche le surcaron la barbilla y su madre al darse cuenta le pasó una servilleta para limpiarlo.

—De verdad, Manu, a veces eres muy bestia. Y date prisa, que llegarás tarde...ya es la tercera vez que te lo digo —.

Él seguía sin prestar atención a las palabras de su madre. Seguía concentrado en sus dibujos animados y no estaba dispuesto a levantarse de aquella silla hasta que dieran las siete y media exactas y contadas.

Manuel, se preguntaba cómo podía una esponja hundirse y no flotar en la superficie del océano, luego pensó que quizás aquella esponja amarilla no era en realidad el tipo de esponja que él estaba acostumbrado a ver junto a los platos sucios, sino una esponja especial que habitaba los fondos marinos.

Su madre ya frustrada apagó la televisión y le dijo a Manuel:

—¡Manu! ¡Ya te lo llevo diciendo cuatro veces! ¡Que llegas tarde! —.

—Vaaale mamá, ya voooy —Respondió su hijo ensimismado. Se acomodó el traje recién planchado, se inclinó para darle un beso en la frente a su madre, se retocó el cabello y se dispuso a ir a su entrevista de trabajo.

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