Doce cuentos para un año y un poema mexicano

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Bubok Publishing S.L., 2010 1ª Edición Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok

para Tere

DOCE CUENTOS PARA UN AÑO Y UN POEMA MEXICANO Israel Maldonado

Contenido

1. La puta de Rosario 2. Sobre el indiferencia en la ciudad 3. Mientras siga creciendo el fermento de la vida 4. Los niños con cola 5. Librín Andante y Libro Caído 6. La cuchara inútil 7. La serpiente y el hombre 8. La buena de Sodoma 9. La bruja 10. Josué y el ser maligno 11. El hermano menor 12. El escritor frustrado, y

un poema mexicano: Zacatecas.

1 La puta de Rosario

De pie en el lugar acostumbrado, clavada en sus tacones. Rosario hizo visera con su mano para otear clientes en la avenida –un bulevar largo y transitado–, y se recostó en la pared enmohecida, bajando la mirada a sus blancas y regordetas piernas. El sol comenzaba a rasguñar las paredes del barrio de la Merced, las sombras comenzaban a crecer figurando casas y casuchas, indicio este para salir a ganarse el pan de cada día. La puta avizoró nuevamente la lejanía, entrecerró un párpado y por costumbre de saber su papel se subió la minifalda más allá de la rodilla soltándose al mismo tiempo la rojiza cabellera; cayéndole a media espalda y se acomodó el escote, hecho lo cual caminó sobre la acera con un paso ciertamente estudiado que no soslayaba una sistemática observación de autos que corrían por la avenida. Entró en el bar Artemio para sentarse en un banquito azul que estaba al lado de la puerta del baño para damas, junto a un lavabo inservible y roto, lugar que ella consideraba como único, muy suyo, a pesar de no coincidir con el mesero que le hacía de lava baños y cantinero. Pero el tan privado rincón, perceptible cuando recorrían las mesas a falta de espacio y exceso de borrachos, se tornaba insoportable en un día de alcohol, vomito e insistentes vulgaridades. Eran estas circunstancias las que determinaban la estadía de la puta Rosario en quien luchaban aún los consejos de su madre –Montalvo, apellido de ella y suyo-, haciendo la excepción cuando su moral quería, lo que no ocurrió casi nunca. Apretó su paso, escabulléndose fuera del bar y se paró en la esquina misma, cerca de un hediondo bote verde con basura, pero lugar que era visible a la primera vista del conductor o peatón interesado en algún servicio sexual y como las putas se acostumbraban al sitio, Rosario quedó observando allí el flujo de vehículos y peatones, algunos que le miraban de reojo causando dos que tres vulgares frases o pitidos de claxon. El reloj marcaba en ese momento las once de la noche. Pero las putas de buen oficio son particularmente indiferentes en cuanto la premura del tiempo y caza se refiera. Bajo el cielo nocturno, poblado de luces de escaparate y tiendas departamentales y demás marquesinas, el bullicio comenzaba a tornarse más cercano, había hombres saliendo de varios lugares de trabajo y disfrute. Con el escote abierto y las piernas bien dispuestas, Rosario cruzó la mitad de la avenida y se halló en una glorieta con un asta bandera al centro, lugar éste para cazar a la clientela más selecta. Desde abril no había logrado gran cosa ni haciéndola de mujer de casa de citas ni de fichera. Pero en esta ocasión ubicó a lo lejos a dos ejecutivos en un convertible negro;

le pagó uno, fornicaron los tres. Y la dejaron ir entonces con buena plata y un prontamente extraviado reloj con cuarzos y pequeños diamantes incrustados alrededor de la danza de las manecillas. A unos quinientos metros del bar Artemio, había un hotel con malolientes, cuarteados y desnudos cuartos, pues, saliendo del derrumbe del ochenta y cinco amenazaban con pronto caerse. Verdad es que no estuviera a la vista del público, escondido entre casuchas antiguas y pintarrajeadas por bandoleros y maleantes a modo de gregario lupanar del Barrio Bravo. Su número tal que no localizable, resistía su precaria existencia en una pequeña placa oxidada con el legible logotipo de Coca-Cola, lo que es conocido en las calles varias adyacentes al Mercado de la Merced. Allí en aquel hotel dormía la puta, a veces todo el día, después parte de la noche, recostada entre cartones y papeles, para concluir en el suelo. Al florecer la luz de la luna en los barrotes de la ventana; tornaban los moscos, de aquí que Rosario sufriera a cada rato de notorias ronchas en piernas y brazos. Regresaba al bar Artemio, siempre y cuando alguna oportunidad de su conocido empleo no se cruzara por su camino o escapara de su aguda vista. El carácter de lucha y sobrevivencia de la puta se manifestaba siempre en el bar, cambió luego de borrachos y obreros, y se fijó por fin en ejecutivos, incluso en mayo, cuando tenía a sus pies a clientes frecuentes del bar, su gran predilección eran los hombres de oficina. Los borrachos que por equis o ye razón frecuentaban el bar Artemio, admiraron siempre la constancia de la puta, la constancia y la postura de Rosario que bebía directamente sin perder la lengua y la forma, si bien su admiración por su escote y su minifalda no pasaba de un manoseo inevitable o algún forzado beso mal plantado. –Esa puta, tan puta –dijo un borracho que llegó azorado al bar, al mismo tiempo que denunciaba con el dedo índice a Rosario sentada en su predilecto rincón, cerca de los baños–: No sirve más que para robarte y… enfermar a la familia… ¡Hija de la gran ramera! ¡Hija de Satán, muérete!... Al diablo ¡Al diablo! El propietario del bar Artemio, escuchó la maldición del borracho como si fuera una absurda profecía, para responderle desde un rincón tras la cantina colmada de tantas botellas como colores y gamas varias de vidrio existen, dijo: –Puede ser y no puede ser, pero… –repuso haciendo un silencio y crispando los puños-; pero grandes putas de por acá no son capaces de hacer lo que hace esta mismita hembra en la cama. Los borrachos se carcajearon y siguieron levantando copa. Gordon, el propietario, sin embargo, conocía bien a las putas de la Merced y sus efectivas artimañas para sobresalir en el oficio que no ignoraba. ¿Instruirla? ¿Para qué?

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⏰ Última actualización: Nov 28, 2010 ⏰

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