Todo el mundo recuerda su infancia. Algunos rememoran aquellos días con amargura, otros con sentimiento y orgullo: «¡Ah, qué infancia la mía!». Sin embargo, nunca he tenido ocasión de oír a nadie tratando de definir cuándo empieza o acaba la juventud. Por lo que a mí respecta, lo ignoro. ¿Por qué? Probablemente porque damos nuestros primeros pasos en el territorio de la infancia sin percatarnos y sin que de ellos quede rastro en la memoria, y porque el paso de la infancia a la juventud se produce de forma espontánea y pueril, sin una visión reflexiva sobre el mundo. No por nada hablamos de «niños mayores». Se hace difícil decir a qué edad empezamos a llamarlos así. En ocasiones, incluso, nos encontramos con «niños» que pasan de los veinte años, aunque difícilmente se puede presumir de ese tipo de infancia.
En mi recuerdo, el final de la infancia está marcado por las palabras de mi abuelo Andréi, que un día me llevó con él a cazar y, tras ponerme un arco y unas flechas de factura casera en las manos, me dijo:
-Dispara apuntando con firmeza y mira a los ojos de tu presa. Ya no eres un chiquillo.
A los niños les gusta jugar a ser mayores, pero aquello no era un juego. En los bosques habitan animales salvajes de verdad, bestias hábiles e inteligentes, no como las de las fantasías. Pongamos que queremos echarle un vistazo a una cabra -para ver qué clase de orejas, de cuernos o de ojos tiene-; para ello, hay que camuflarse de tal modo que el animal nos mire como si fuéramos un arbusto o una brizna de heno. Hay que permanecer inmóviles, sin respirar ni pestañear. Si lo que queremos es acercarnos a la madriguera de un conejo, tendremos que reptar en la dirección del viento, para que bajo nuestro peso no cruja ni una sola hebra de hierba.
Debemos ser uno con el suelo, pegarnos a él como una hoja de arce y avanzar en silencio. Al conejo hay que cazarlo de un flechazo certero. Debemos arrastrarnos lo más cerca posible; de lo contrario, podemos errar el disparo.
Los abuelos quieren a los nietos aún más de lo que los padres quieren a los hijos. El motivo de ello solo puede explicarlo quien sea abuelo. El mío, Andréi Alexéievich Záitsev, pertenecía a una larga estirpe de cazadores, y yo era su favorito, como lo había sido su primogénito, Grigori, mi padre, padre de una niña y dos varones. Yo era el mayor, y crecí muy despacio. Mi familia creía que siempre sería un niño bajito y enclenque, un alfeñique. Pero mi abuelo nunca me hizo sentir mal por mi estatura y me enseñó sirviéndose de su amplia experiencia como cazador. Mis errores casi lo hacían llorar. Y cuando me di cuenta de cuánto se preocupaba por mí, se lo compensé haciendo todo cuanto me pedía y exactamente como quería.
Aprendí a interpretar las huellas de los animales como quien lee un libro, a buscar las guaridas de lobos y osos, y a construir escondrijos tan bien camuflados que ni el abuelo podía encontrarme hasta que yo lo llamaba. Esos logros hacían muy feliz al abuelo, que era un cazador curtido. Un día, como agradeciéndome mis esfuerzos, el abuelo se puso en una situación de terrible riesgo: mientras perseguíamos a un lobo, esperó a que el animal se le acercara lo suficiente como para matarlo con un mazo de madera. Era como si me dijera: «Observa, pequeño, y aprende cómo al adversario feroz se le vence con coraje y calma». Luego, con la piel del lobo ya a mis pies, dijo: «¿Has visto lo bien que ha salido todo? Hemos ahorrado una bala y la piel está intacta. Será una piel de primera categoría».
Poco tiempo después, logré echarle el lazo a un macho cabrío. ¡Si hubierais visto cómo se puso a correr cuando le lancé la cuerda a los cuernos! Me arrancó de mi escondite y me arrastró por los arbustos, intentando arrancarme de las manos el extremo de la cuerda. ¡Pero no! Me aferré a un arbusto y resistí como si en ello me fuera la vida.
La cabra corrió de izquierda a derecha, dio una vuelta al arbusto, luego otra, hasta que por fin cayó de rodillas. El abuelo estaba encantado. Yo estaba tan feliz que se me derramaban las lágrimas, pero él me las secó besándome las mejillas.
Al día siguiente, delante de mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermana y mi hermano, el abuelo me regaló un arma: una escopeta de cañón único del calibre 20. Era un arma de fuego de verdad; con ella iba un cinturón con cartuchos militares de postas y perdigones para cazar urogallos. Me puse firmes y el abuelo me la colgó al hombro. Yo era tan bajito que la culata de la escopeta tocaba el suelo, pero por lo menos ya no era un niño. A los niños no se les permitía tocar armas de verdad como esa.
Por aquel entonces, apenas tenía doce años. De un día para otro, me había hecho mayor. Quien quisiera podía seguir llamándome alfeñique, pero ahora llevaba un arma al hombro. Corría el año 1927 y estábamos en casa de mi abuelo, a orillas del río Saram-Sakal, en el selsóviet de Yelenovskoie, en la óblast del Bajo Ural.
Me hice adulto, o mejor dicho, me convertí en cazador independiente. Mi padre, recordando sus días de soldado a las órdenes del general Brusílov, me decía:
-Usa cada bala a conciencia, Vasili. Aprende a disparar y no yerres nunca. Mi consejo te será útil, y no solo para cazar cuadrúpedos.
Junto con la escopeta, mi abuelo me había regalado su conocimiento de la taiga, el amor a la naturaleza y su experiencia del mundo. A veces se sentaba sobre un tocón y, mientras fumaba tabaco de cosecha propia con su pipa favorita, se quedaba mirando fijamente un punto del suelo. Gracias a su paciencia, aprendí a ser un cazador.
-Imagina que entras en el bosque persiguiendo a un animal -decía-. Quítate el gorro para poder oír todo cuanto ocurre a tu alrededor. Escucha al bosque; escucha el trino de los pájaros. Si las urracas hablan, señal de que tienes compañía. Algún animal grande, así que atento. Busca un buen emplazamiento, guarda silencio y espera: el animal vendrá hacia a ti. Échate totalmente inmóvil y no muevas ni un músculo.
Antes de continuar, el abuelo daba una chupada a la larga pipa.
-Cuando vuelvas de una cacería, asegúrate de llegar a casa después de que anochezca, para que nadie te vea con las piezas. Y que nunca se te suban los triunfos a la cabeza, deja que hablen por sí solos. Así te acordarás siempre de esforzarte más la próxima vez.
El abuelo sabía muy bien cómo inculcarnos sus convicciones.
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Memorias de un Francotirador en Stalingrado
ActionNotes of a Russian Sniper: Vassili Zaitsev and the Battle of Stalingrad