Capítulo veintidós: No más tortura.

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– ¡Discúlpate! –grita Karla y vuelve a golpearme con el cinturón. Niego con la cabeza mientras lloro–. ¡Dije que te disculpes! –y recibo golpe tras golpes sobre mi espalda.

Hace días estoy en cautiverio. No supe nada de Dean, mucho menos de Cassie o Tobias. Estaba desconectada del mundo. En estos días Karla y Enzo me tuvieron a los golpes por cualquier cosa. Ellos lo llamaban "venganza".

Cuando no estaba Karla, Enzo me alimentaba y me daba agua, la cual por cierto, tenía una droga que hacía que me durmiera. Pero, si Karla estaba yo no comía. Supongo que adelgacé porque me siento más débil que nunca y Enzo tiene que reajustar las sogas porque mis muñecas se resbalan.

Algunas veces, cuando estos estúpidos me dejaban en paz, trataba de mover mi vientre para que Castiel me patee, aunque, muchas veces me dolía. Pero, de algún modo, me hacía sentir viva. Me hacía sentir que no todo era malo.

– ¿No te disculparás? –volvió a gritar y me azotó.

Karla me tenía amordazada y arrodillada en el piso con los tobillos y muñecas atadas. Había subido mi remera para azotarme con la hebilla del cinturón. Inhalo y me espero el golpe.

Hace eco en la habitación. Vuelve a golpearme dos veces más y después se detiene. Suspiro y cierro mis ojos. Caen las lágrimas y quiero apartarlas. Pero, es sólo un pensamiento.

Me dolían los brazos y las piernas de estar horas y horas en la misma posición durante días.

– Déjala ya, Karla. Es bastante por hoy –dice Enzo–. Ve a la Universidad.

– Quisiera matarla –gruñó–. Romperla pedazo por pedazo.

– Lo que digas –dice él–. Ve.

Entonces escucho el ruido de la puerta cerrarse y vuelvo a suspirar. Siento una mano recorrer mi desnuda espalda y me arqueo, gruñendo. Cierro mis ojos con fuerza y muerdo duramente la mordaza.

– ¿Te duele? –susurra. Asiento débilmente–. ¿Tienes hambre? –vuelvo a asentir–. Bien, levántate.

Pero no puedo. Mis tobillos atados no me dejan levantarme. Enzo se posiciona frente a mí y me examina un segundo. Luego me agarra de los brazos y me levanta. Apoyo mis pies en el suelo y casi caigo por lo débil que estoy.

Ya no quiero vivir así. Sólo quiero que salven a mi hijo y así yo poder morir tranquila. No aguanto más esto.

Enzo me lleva a la silla y me sienta. Volviendo a atar todo mi cuerpo a ella.

– Te sacaré la mordaza, pero no grites –murmura Enzo. Asiento de nuevo, cerrando los ojos unos segundos.

Enzo me saca la mordaza y me quedo en silencio. Viendo mis moradas rodillas.

– Mírame –susurra. Levanto la vista y los ojos me arden. No voy a volver a llorar aunque eso es lo que quiero–. Lamento todo esto, pero, si no eres mía... no serás de nadie.

– Llévame al hospital –digo casi sin voz–. Por favor.

– No, no, no –chasquea la lengua y sonríe–. De ninguna forma.

– Llévame para que dé a luz a mi bebé y mátame –suplico–. Mátame, por favor.

Su mirada se vuelve suave y frunce su ceño con preocupación.

– ¿Eso es lo que quieres? ¿Morir? –pregunta suavemente. Asiento lentamente y miro mis rodillas. Las lágrimas comienzan a caer sin permiso.

– Sólo hazlo –susurro–. Termina conmigo y con mi sufrimiento.

– Pero, no quiero –dice él y comienza a llorar–. No quiero.

Encadenada al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora