La Chica Nueva

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La conocí el primer día de clases del último año, a las 8 en punto.

El día en que ella llegó, el sol brillaba en el firmamento y un viento fuerte removía sin parar las copas de los árboles. Desde mi puesto junto a la ventana podía ver un pequeño trozo del firmamento azul y a las nubes, esponjosas y perfectas, correr por los cielos; ansiosas por llegar a algún lugar lejano. Recuerdo haberme preguntado, embargada por ese sentimiento de nostalgia propio del final de una etapa, qué se sentiría ser como ellas: sin limitaciones ni ataduras. Recuerdo, también, que esos pensamientos me distrajeron de la presentación de la nueva alumna y que si no hubiese sido porque era la única que no tenía compañera de puesto es posible que nunca nos hubiésemos conocido.

O quizás no teníamos alternativa alguna.

Hay cosas que simplemente parecen ser obra del destino.

Martina Hernández tenía una melena larga de un dorado oscuro, y el par de ojos más verdes que hubiese visto alguna vez en mi vida. Su rostro era blanco como la leche y tenía unas facciones tan suaves y bonitas que resultaba increíblemente extraño verla con el uniforme de nuestra pequeña escuela al final del mundo. No estoy segura de haber podido ocultar la sensación de sorpresa que me produjo el verla dirigirse hacia mi dirección una vez que despegué los ojos de la ventana, pero sé con confianza que no fui la única que ese día no pudo despegarle los ojos de encima, casi esperando que se desvaneciera en el aire. Como uno de esos sueños sin sentido que de cuando en vez nublan las horas de oscuridad.

Pero Martina era real.

Lo supe en el momento en que se sentó a mi lado, por el suave cosquilleo que el roce de su cabello provocó en mi antebrazo. "Me llamo Martina, ¿y vos?" Preguntó con un acento fuerte y seguro, ofreciéndome su mano y una sonrisa amable que me congeló de pies a cabeza. "Manuela," creo que logré murmurar luego de unos lamentables instantes de observar su palma en silencio, finalmente aceptándola con nerviosismo. Su mano cálida sacudió la mía con confianza antes de que sus ojos volvieran a centrarse en la pizarra y en la voz de la profesora. E ilusamente pensé que ese sería el final de todo.

Por fortuna, estaba equivocada.

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Martina Hernández se volvió la comidilla del pueblo en apenas una tarde. La llegada de su familia, tan peculiar como inesperada, fue uno de los pocos sucesos importantes de ese año en nuestro tranquilo pueblo, y, por ende, el tema obligatorio de discusión tanto dentro como fuera de la escuela. Me bastó escuchar un par de conversaciones ajenas para enterarme que nadie sabía mucho de nada, y que todas las vecinas estaban aunando esfuerzos para sonsacarles información, sin muchos resultados. Sin embargo, mi curiosidad murió tan rápido como surgió, y pronto volví a mi rutina habitual como si nada hubiese pasado, dispuesta a ignorar a todo el mundo en el salón y a cruzar los dedos para que el semestre se acabase rápido.

O esas al menos fueron mis intenciones.

Es increíblemente difícil ignorar a alguien que te saluda con una sonrisa todas las mañanas, o que te baña de preguntas todos los recreos. Al principio no sabía bien qué hacer al respecto, mis mejillas se tornaban rojas del puro nerviosismo y nunca lograba decidir si estaba siendo excesivamente amable o demasiado cortante en mis respuestas. Para empeorarlo todo, esa criatura exótica que era Martina Hernández parecía desconocer por completo la diferencia entre las niñas populares, como ella; y las niñas invisibles, como yo. A pesar de que tenía a la escuela a sus pies, y que todas las chicas se disputaban por capturar su atención, cada día Martina dedicaba un par de minutos en inquirir sobre mí; lo que no hacía más que empeorar mi aturdimiento ante ella.

Al principio me consolaba la idea de que Martina era simplemente así: amable con todos, considerada, atenta. Me bastaron un par de semanas para saber que este no era el caso, al menos no siempre. Martina tenía un carácter fuerte y no le faltaban palabras o creatividad para poner a alguien en su lugar si era necesario. Era solo yo la dueña de su paciencia, y ser consciente de ello me causaba un genuino desconcierto. Para mi propio desmayo pronto los murmullos empezaron a circular a mi alrededor; nadie entendía qué tenía yo de atrayente para ser del interés de la chica nueva, ni siquiera yo misma. Supongo que parte de la tragedia de ser una flor en la pared es que algún día, por más callada y quieta que estés, alguien finalmente se fijará en ti, y no importa lo mal ubicada que estés o lo común que seas, una flor siempre será una flor. O al menos esa es la clase de cosas que mi abuela solía decir cuando nos dedicábamos a arreglar el jardín de su pequeña casa.

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