Su peso era el único que mantenía la estructura de la cama a una altura media. El frío que se colaba a través de los gruesos espacios entre las persianas le provocaba un leve temblor en los hombros, una de esas partes de su figura que el camisón de seda no llegaba a cubrir.
Sobre los mismos caían mechones de cabello negros como el carbón, que a su vez enmarcaban aquel frío rostro con facciones semejantes a una diosa de la mitología. Los ojos de la fémina transportaban al más lejano océano, pero en aquel instante, se perdían en el tapizado del espacio sin expresión alguna, totalmente ausentes y desconectados.
Y era tal su belleza, que cualquiera entendería porqué aquel hombre había caído en sus encantos y se había propuesto encerrarse con ella en su propia casa. Así fue como, cegado en la lujuria, el mayor no notó la afilada mirada de su dama aquella noche mientras pasaban por la cocina, repleta de utensilios perfectos para una herida irremediable.
Y así fue que también se había dejado, expuesto en medio de la noche, vencer por la pelinegra. ¡Si sólo era una noche de pasión! Aunque con un detalle tan mínimo como los lunares que cubrían los brazos de la amenaza: aquella noche, alguien firmaba su sentencia de muerte, irónicamente entregando su alma a una mera fachada.
Si uno estira el cuello, puede obtener la misma vista que el ángel: un cuerpo, frío, inerte, tendido en el suelo, rodeado de un charco de sangre del color del carmín impregnado en sus labios. Heridas, heridas de una cuchilla, en un abdomen trabajado, en un abdomen impecable. El pulso era inexistente hacía ya más de una hora. Ahora, si el interesado giraba cinco centímetros más la clavícula, era posible notar que las manos de la diosa portaban la presunta arma asesina, completamente roja y brillando en filo. La única preocupación de aquel demonio encubierto era deshacerse de la evidencia, de su ropa manchada, de sus golpes obtenidos a través del forcejeo de un pobre agonizante, del intacto cadáver que la enfrentaba, y recibir su recompensa, como era debido.
Tal vez, si el hombre hubiera conservado su sobriedad quince minutos más, hubiera notado que en el bar, además de su amante, un rostro también podría habérsele hecho conocido: su mujer. Que, a su vez y llevándose una copa a los labios, asentía en dirección a la muchacha, apretujando un sobre en su bolsillo y ensayando su papel de viuda destrozada mentalmente una vez más.
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Sé que no es un poema, pero últimamente he escrito cosas de este estilo y personalmente este es uno de mis favoritos. Háganme saber si quieren ver los demás escritos y, ya saben, perdón por la prolongada ausencia creativa a los pocos que me leen.
- M.
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Efímero
PoetryMis poemas, mis relatos... eso que nunca le mostré a nadie, en un solo libro. Bienvenido.