Puerto España (isla de Santa Marta), 1864
Thomas Wall se detuvo ante la puerta que le habían indicado y llamó con los nudillos, mirando incómodo a su alrededor por si algún conocido se acercaba por la concurrida calle. Hacía una hermosa mañana en Puerto España, y los vecinos, antiguos y nuevos habitantes —descendientes de españoles, ingleses, negros y ahora también asiáticos, la última incorporación como mano de obra en las plantaciones—, paseaban por la ciudad o se apuraban en sus quehaceres matutinos.
—¿Señor...?
La mujer de mediana edad, vestida de riguroso luto, que había abierto la puerta observó al joven caballero dubitativa, pero no fue preciso que le diera su nombre. Thomas sabía que era el vivo retrato de su padre, Henry Wall, el dueño de aquella casa y, por lo tanto, su empleador.
—He venido a ver al muchacho.
—Pase.
Se apartó para hacerle sitio, al mismo tiempo que se llevaba un pañuelo a los ojos llorosos. Entre su fuerte acento español y las lágrimas, resultaba difícil entender sus palabras.
—¡Ay, señor!, el pobre no ha hablado con nadie y no ha dejado de llorar durante todo este tiempo. Ya hace una semana que enterramos a su pobre madre...
—Lo sé.
En realidad, Thomas se había enterado aquella mañana. La amante de su padre, la mujer con la que pasaba más tiempo que con su propia esposa, había muerto la semana anterior tras sufrir unas intensas fiebres de las que no había logrado reponerse.
—El chico está en el patio trasero. Déjeme que le acompañe.
La mujer hizo un gesto hacia el fondo del oscuro pasillo, pero Thomas, adelantándose, la detuvo.
—Iré solo. Gracias.
El patio era un cuadrado cercado por un seto abandonado. En el suelo de tierra enfangado por la lluvia de la noche apenas crecían unas tristes flores. Era como si a aquel lugar aún no hubiese llegado la primavera. El chico estaba sentado en un rincón. Llevaba la ropa tan sucia que no se distinguía su color bajo el barro que la impregnaba.
Dos inquietos cachorros de raza indefinida que tenía sobre el regazo le cubrían el moreno rostro de lametazos.
—¿Minho? —preguntó, aunque, por supuesto, era él.
El muchacho levantó los ojos, unos ojos castaños, casi negros, con los párpados ligeramente rasgados, exactamente iguales a los de Thomas.
—¿Quién eres? —inquirió de un modo descortés, desconfiado.
Thomas intentó distinguir el resto de sus rasgos bajo la mugre que los cubría. Era moreno, muy moreno, y de cabello negro. De su padre sólo había heredado aquellos ojos inconfundibles.
—Soy tu hermano.
Entonces Thomas le tendió una mano que el muchacho estuvo a punto de estrechar, pero se detuvo al comprender lo que acababa de oír.
—Yo no tengo hermanos —afirmó.
—Medio hermano —respondió el otro, que movió la palma ante su cara para obligarlo a aceptarla.
Al fin, el muchacho le asió la mano y permitió que le ayudara a ponerse en pie. Los dos perritos se quedaron en el suelo, saltando y gimiendo alrededor de sus piernas. «Tiene diez años menos que tú», le había dicho su padre. Por lo tanto, sólo tenía trece años, pese a ser tan alto como el propio Thomas; sin embargo, se le veía lastimosamente delgado.
—¿Para qué has venido?
No tenía modales ni educación. Las palabras salían de su boca como si las mordiera y las escupiera.
—Para llevarte a casa.
—¿Qué casa?
—Nuestra casa. La plantación. Ahora vivirás allí.
—El señor Wallace nunca me dijo que pudiera ir a ese lugar.
De nuevo, la desconfianza, el rostro inclinado, los ojos inquisitivos.
—Mi padre... —Thomas se interrumpió, forzando una sonrisa amistosa—. Nuestro padre —aclaró— está enfermo.
Vio sorpresa y preocupación en los ojos del chico. Acababa de perder a su madre y ahora él le anunciaba que su padre también estaba enfermo.
—No te asustes. El médico asegura que se repondrá.
—¿Es la misma enfermedad que...?
—Probablemente.
Lo era. Se trataba de las mismas fiebres que se habían llevado a su amante y que ahora Henry Wall padecía como resultado de los días pasados ante el lecho de la enferma.
—Esta mañana se encontraba mucho mejor y me ha pedido que venga en su lugar. No va a dejarte aquí solo.
Los ojos del chico se humedecieron, y Thomas supuso que empezaba a comprender la situación en la que se encontraba ahora que no tenía a su madre. Le dio unos instantes para reponerse.
—¿Qué haré allí? ¿Tendré que trabajar?
—Sí, Minho; tendrás que trabajar duramente.
No era un aviso vano. Thomas estaba dispuesto a convertir a aquel animal salvaje en un Wall; en un caballero culto, educado, correcto; en alguien de quien nadie pudiera burlarse por su origen. Era el único hermano que tenía, o medio hermano, el bastardo de su padre, y había tardado trece años en enterarse, pero pensaba recuperar todo aquel tiempo perdido.
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Sólo yo
DragosteBrenda busca esposo y quiere a alguien que sea todo lo que ella no es: formal, correcto, incluso tirando a aburrido. Eso sí, debe ser moderadamente atractivo y, puestos a pedir, también moderadamente rico. Pero todos sus planes se irán al traste cua...