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Brenda había escogido el lugar que le había parecido más fresco para sentarse a leer, la orilla del río. Con la espalda recostada contra el tronco de un frondoso olmo, vestida con sus ropas más gastadas para no preocuparse de si se manchaba, se deshizo de los zapatos y cruzó sus pies desnudos mientras se sumergía en la lectura. Al poco, y a pesar de todo, el calor la venció, sumiéndola en un sueño profundo, mientras el libro resbalaba de sus manos y caía a su costado.

La persistente sensación de que había alguien a su lado la despertó algo más tarde. Entreabrió los ojos y contempló, asombrada, al joven de cabello negro; estaba sentado a su lado, con la espalda recostada contra el mismo árbol y con su libro entre las manos.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Brenda, alterada.

De inmediato, se incorporó para alejarse de él, del calor de su cuerpo, de ese aroma masculino que la envolvía hasta provocarle un cosquilleo en la nuca y en el vientre.

—¿Sabes leer? —respondió Minho con otra pregunta mientras la miraba, extrañado.

Brenda se sonrojó de la cabeza a los pies.

—Sólo miro las ilustraciones —contestó la muchacha, que alargó una mano para arrancarle el libro de tapas gastadas, tantas veces leído que podía recitar párrafos enteros de memoria.

Minho sonrió, benévolo; pero al instante se dio cuenta de que ella le estaba tomando el pelo y soltó una carcajada.

—No tiene ilustraciones —aventuró, y volvió a reír cuando la joven puso los ojos en blanco por su tardanza en comprender.

Con gesto comedido, Brenda acomodó sus largas faldas y recogió los pies desnudos. Sentía una extraña vergüenza tras darse cuenta de que él la había estado mirando mientras dormía.

Minho se inclinó hacia ella, apoyando el peso de su largo cuerpo sobre un brazo; su camisa blanca se entreabrió, mostrando la cinta de seda verde de Brenda.

—Te llevo junto a mi corazón —declaró con una sonrisa descarada al descubrir la mirada de la muchacha fija en su pecho desnudo—. He pensado mucho en ti desde el otro día. ¿Has pensado tú en mí?

Sabía que se burlaba de ella, pero aun así sus palabras le provocaron un nuevo sonrojo; esa vez de placer.

—Debo irme —murmuró.

Hizo amago de ponerse en pie, pero Minho la sujetó por una muñeca para impedírselo. Luego giró sobre sí mismo y apoyó la cabeza sobre su regazo, mirándola con una sonrisa deslumbrante.

—Quédate un poquito más —rogó como un niño que pide otro trozo de pastel.

—No me fío de ti.

Brenda trató de parecer seria, pero no pudo evitar una sonrisa al ver el gesto supuestamente ofendido que le hacía.

—¿Acaso te he dado motivos?

—El otro día tú...

No pudo continuar. El beso que él le había dado en los establos aún hacía que le temblaran las rodillas al recordarlo.

—¿Sí?

—Nada.

—¿Ves? No tienes nada que temer de mí.

Minho observó con descaro el óvalo perfecto de la cara de Brenda, su piel blanca, los ojos pardos que reflejaban el verde de la hierba de primavera en la que estaban sentados, el cabello ondulado y tan negro como el suyo propio. Miró la curva de su cuello de cisne y la poca piel del escote que el recatado corpiño dejaba a la vista.

—No deberías mirarme así —protestó Brenda, removiéndose incómoda.

—Eres preciosa.

—Ya me lo has dicho.

—Y no me cansaré de repetírtelo.

—No vas a conseguir nada de mí con falsos halagos.

—No tienen nada de falsos.

El joven se incorporó tan deprisa que antes de que Brenda se diera cuenta de lo que hacía la tenía sentada sobre su regazo y la estaba besando.

—Déjame —suplicó contra sus labios.

—¿Acaso no te gusta? —preguntó Minho sin separarla ni un centímetro de su cuerpo.

—Por favor...

Minho la soltó, y ella buscó con manos temblorosas sus zapatos; se calzó y se puso en pie. Desde el suelo, él la sujetó por una muñeca.

Sus ojos oscuros la miraban, suplicantes.

—No te vayas aún.

Brenda vaciló, y Minho aprovechó para ponerse en pie de un salto, lo que la obligó a estirar el cuello para mirarlo a la cara. Se sentía demasiado pequeña y demasiado frágil a su lado, y eso era algo que nunca le había ocurrido antes en presencia de ningún hombre.

—Ni siquiera me has dicho tu nombre...

— Brenda.

—¡Brenda! —sonó como un eco una voz femenina llamándola a lo lejos.

Alterada, dio dos pasos para alejarse de Minho. No podía dejar que su hermana los descubriera allí a solas.

—Me llaman.

—Ya lo he oído.

—¡Vete, por favor!

Con una última sonrisa traviesa, Minho apretó la mano por la que aún la sujetaba y, llevándosela a la boca, le besó los dedos. Luego se alejó con pasos rápidos y desapareció entre los árboles.

—¿Quién era ése? —preguntó Jordan, acercándose por la orilla del río.

Brenda contuvo una maldición al saberse descubierta y se agachó a recoger su libro, esquivando la mirada inquisitiva de su hermana.

—No sé su nombre.

—Pero estabas hablando con él.

—Sí.

—Brenda, no deberías hablar con desconocidos.

Jordan se aproximó y la obligó a mirarla a los ojos. Se sorprendió al notar que su hermana estaba verdaderamente azorada.

—¿Te ha dicho algo grosero? ¿Te ha hecho algo?

—No, no; no ha ocurrido nada.

¿Qué podía decirle a su hermana? No podía contarle su aventura en los establos de los Wallace, y mucho menos la forma en que el desconocido la había besado, ¡por dos veces!

—Creo que es un empleado de los Wallace. Simplemente pasaba por aquí y hemos comentado el calor que hace. Nada más, Jordan; de verdad.

Jordan sabía que su hermana le mentía, pero no podía siquiera imaginar por qué. Intentó memorizar la fugaz imagen del desconocido.

Le había parecido altísimo. O bien sus ojos la engañaban, o era casi una cabeza más alto que Brenda, que no era precisamente baja para ser mujer; de cabello negro y piel muy morena. Sí, seguramente sería algún trabajador de las plantaciones vecinas. Sin embargo, por qué estaba hablando con su hermana y por qué ésta no quería contarle lo que le había dicho era algo que Jordan pensaba, sin duda, descubrir.

Sólo yoWhere stories live. Discover now