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La doncella terminó de abotonarle el vestido a su espalda mientras Brenda se cepillaba cuidadosamente la larga melena café, hasta hacerla brillar como el satén. Mientras Marie escogía y le colocaba un lazo para separarle el cabello del rostro, la joven se observó en el espejo, pensativa. Meditaba sobre lo mucho que había cambiado su vida desde que, casi un año atrás, su hermana mayor había contraído matrimonio con lord Ashford en Inglaterra.

Su mente viajó aún mucho más atrás y recordó la muerte de sus padres en un terrible accidente. El carruaje en el que viajaban se había despeñado por un acantilado cerca del que había sido su hogar durante la infancia. Después, las dos huérfanas habían tenido la suerte de ser acogidas en la casa de su prima Elizabeth, que las había tratado como verdaderas hermanas, aunque ellas nunca habían olvidado su condición de parientes pobres en la casa de sus tíos.

Cuando ya su hermana mayor Jordan comenzaba a hacer planes para trabajar como institutriz y dejar de ser una carga para sus familiares, un golpe del destino la había llevado a conocer y enamorarse de lord Ashford. Su boda había sido muy rápida, lo que había dado pie a algunos rumores maliciosos; sin embargo, los pocos invitados habían coincidido en que nunca habían visto una pareja más enamorada.

Meses después, habían cruzado el océano hacia su nuevo hogar, aquella hermosa plantación en la isla de Santa Marta, antigua colonia española, y luego inglesa, situada a la altura de Venezuela; un lugar tan bello como cálido, en el que las dos hermanas habían descubierto que se sentían de nuevo felices y protegidas como cuando eran niñas.

Brenda adoraba a su hermana e igualmente apreciaba a su cuñado, pese a que no podía evitar envidiar la felicidad que juntos compartían y sentirse en ocasiones un estorbo para su intimidad.

Cuando le había comentado con fingido desinterés a su hermana sus planes de casarse cuanto antes, Jordan había insistido en que no se apresurase y esperase la llegada del «amor verdadero», con lo que sólo había conseguido que Brenda llorase de la risa.

No, ella no necesitaba ni quería «amor verdadero»; sólo un hombre bueno, manejable, apuesto —para que sus hijos lo fuesen también—, y puestos a pedir, tampoco estaría mal que fuese, digamos, modestamente rico.

Por fin, aquel día Brenda iba a conocer a Thomas Wallace, y en la mejor de las ocasiones. Habían sido invitados a la celebración del cumpleaños del padre de Thomas, una gran fiesta en la que se reunirían todas las buenas familias de la comarca. De la mañana a la noche, comerían, bailarían y se divertirían juntos, un evento que Aramintha

Talbot ya había bautizado como el «acontecimiento más importante del año».

Una oportunidad como aquélla no podía ser desperdiciada, así que Brenda había escogido su mejor vestido mañanero, de fondo crema y estampado en suaves tonos verdes, lo que realzaba el color de sus ojos. Se cubrió con una gran pamela para no exponer su delicada piel al sol y, tomando su bolsito y su abanico, bajó las escaleras con paso coqueto, intentando parecer tan emocionada y contenta como se suponía que debería estar.

—¿Lista? —le preguntó su cuñado, lord Ashford, que la aguardaba en el vestíbulo.

Su hermana Jordan apareció por el pasillo que conducía al comedor del desayuno. Llevaba un vestido similar al de Brenda, pero en tonos azules.

—Lista —dijo Brenda, y sonrió cuando Max les ofreció un brazo a cada una.

Salieron los tres juntos por la amplia puerta de la hermosa casa colonial, con sus galerías blancas y su porche cubierto por los balcones de la primera planta.

—¿No estás terriblemente emocionada? —le preguntó Jordan en un susurro mientras Max iba en busca del carruaje descubierto en el que viajarían hasta la plantación Wallace.

Sólo yoWhere stories live. Discover now