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Su barco partía al amanecer. Minho pasó la tarde en la casa de los Ashford, ayudando a Brenda con las últimas plantas que le había llevado para su jardín. Lo que iba a ser un pequeño entretenimiento para la joven se había convertido en un verdadero vergel que abarcaba todo el ancho de la gran casa por la parte trasera, y por el que se podía pasear e incluso sentarse a la sombra de algunos de los grandes árboles que el joven había traído para marcar los contornos.

Sentada en un banco de piedra, Jordan Ashford tejía unos diminutos patucos blancos mientras observaba a la pareja pasear cogidos del brazo, deteniéndose aquí y allá para contemplar cómo crecían las hermosas flores que habían plantado con sus propias manos. Aun desde aquella distancia podía sentir la pena que los embargaba, la necesidad de hablar de jazmines y lirios para no nombrar el viaje que Minho emprendería al día siguiente, tratando de impedir que la tristeza fuera el último recuerdo que tuvieran el uno del otro.

Al fin, Minho se despidió, pues había prometido cenar con su padre y su hermano aquella noche. Besó la mano de las dos hermanas y se alejó con paso largo y ágil mientras el sol se reflejaba en su cabello negro.

Jordan vio el gesto de su hermana con el rabillo del ojo y apartó de ella, con delicadeza, el juego de té que había sobre la mesita del porche. Las pocas veces que Brenda, siempre alegre y optimista, se dejaba vencer por el malhumor, tendía a pagarlo con los objetos inanimados más cercanos.

—Volverá, querida mía, más pronto de lo que te imaginas —le dijo Jordan, pasándole una mano por la espalda para tratar de reconfortarla.

—Tengo que hacer algo —murmuró Brenda con la mirada perdida; sus pupilas dilatadas oscurecían sus ojos.

En el fondo del jardín, una doncella había colgado una gran alfombra, que golpeaba con el sacudidor.

—Eso es —dijo Brenda, y se dirigió hacia ella, doblándose las mangas de su vestido.

Jordan pensó en detenerla, pero luego decidió que era mejor que se desahogara con la alfombra y no con su porcelana.

El camino estaba oscuro, muy oscuro, y al caballo no le gustaba nada. A Brenda tampoco.

Avanzaban despacio para evitar indeseables tropiezos. De vez en cuando, la luz de la luna se filtraba entre los árboles y les permitía apurar un poco el paso, pero nunca le pareció a Brenda tan lejana la casa de los Wallace.

—Otra idea estúpida —murmuró entre dientes para confortarse con el sonido de su propia voz y alejar los fantasmas que amenazaban con acosarla.

Acarició el cuello del animal, susurrándole palabras de ánimo y de valentía, las mismas que se repetía mentalmente cada vez que el ruido de un roedor entre las altas hierbas o de algún ave nocturna le ponía el corazón en la boca.

El sonido de unos cascos que se acercaban alteró al caballo, que resopló asustado. Brenda tiró de las riendas y lo obligó a recular para esconderse entre los árboles. No podía imaginar quién, además de ella en su locura, podía estar paseando por aquel camino endiablado a tan altas horas de la noche.

El caballo resopló de nuevo, y eso debió de alertar al que se acercaba, que lanzó un relincho, nervioso. El jinete trató de calmarlo, como antes había tenido que hacer Brenda con su montura, pero el animal parecía resistirse a seguir adelante.

—¿Y ahora qué pulga te ha picado? —preguntó una voz que la joven conocía muy bien—. Vámonos a casa de una vez, maldita bestia. Necesito dormir unas horas.

Brenda hizo avanzar el caballo y salió de su refugio entre los árboles. Se detuvo en medio del camino, dejando que él la mirara, confundido, tratando de averiguar quién era.

Sólo yoWhere stories live. Discover now