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Hasta la noche anterior las cosas le iban bastante bien al viejo Smythe. Había conseguido trabajo como ayudante del capataz de la plantación del coronel Stuart, tras prometer a su superior y al propio amo que no bebería en horas de trabajo, que trabajaría como el que más y que no les daría ningún tipo de problemas.

Sus buenas intenciones habían durado un mes.

Pero tampoco era culpa suya lo ocurrido. Un hombre tenía derecho a tomarse unas copas por la noche en la taberna y a distraerse un poco tras una dura jornada de trabajo. Y si alguien se empeñaba en una partida de cartas, con el dinero de la paga semanal en el bolsillo, era difícil resistirse a la tentación. Lo que ocurría a veces era que uno no calculaba bien sus apuestas y acababa debiendo más dinero del que llevaba encima. Y no volvería a cobrar su sueldo hasta la semana próxima.

Por eso había tenido que entrar en el despacho del coronel. Sólo necesitaba un anticipo de su paga, se justificaba a sí mismo mientras rebuscaba en los cajones de la elegante mesa de caoba que presidía la estancia. Unas monedas para calmar el mal genio de aquellos tipos de la taberna. Su cuello dependía de ello.

En el tercer cajón había una caja metálica. Smythe la sacudió y, al escuchar el sonido metálico en su interior, una sonrisa breve mostró sus dientes podridos.

—¿Qué hace usted aquí?

Smythe se llevó una mano al corazón, sobresaltado. En la puerta estaba Teresa Stuart, la preciosa esposa del coronel. Definitivamente, su mala suerte había vuelto. Ahora perdería su empleo por culpa de aquella entremetida. Pero, al fin y al cabo, sólo era una mujer.

—El capataz me ha enviado a hablar con el amo —contestó, escupiendo las palabras y manteniendo la caja metálica tras la mesa para que ella no la viera.

—Mi esposo está en el comedor, terminando su desayuno.

—Le esperaré.

Teresa dio un paso atrás. No le gustaba nada aquel hombre. No le gustaba su sonrisa ni la mirada de sus ojos mezquinos.

—¿Qué tiene ahí? —preguntó desconfiada, estirando el cuello para intentar ver lo que le ocultaba.

—Nada, señora. ¿Por qué no va y le dice al coronel que le estoy esperando?

Era el colmo que un empleado le diese órdenes en su propia casa. Teresa avanzó hacia Smythe y comprendió su error al ver la caja de caudales que éste trataba de ocultarle, con la evidente intención de robar a su esposo.

—Deje eso donde estaba. Ahora.

—Mire, señora, es mejor que no se meta.

—Le voy a dar la oportunidad de dejar la caja y salir por esa puerta para volver a su trabajo —dijo Teresa, fingiendo una serenidad que no sentía—. Hágalo, o tendrá que enfrentarse a mi esposo y a la justicia.

—No se acerque más.

Smythe levantó su mano derecha, en la que tenía el revólver que Stuart guardaba junto a la caja de caudales. Teresa dio un respingo, atemorizada a su pesar.

—¿Está loco?

—No me deja otra opción.

El viejo apretó el arma con su mano sudorosa, pasando el dedo por el gatillo con un titubeo. No entendía cómo las cosas se le habían complicado tanto, pero ahora sólo le quedaba tratar de salir de allí cuanto antes y rezar para que nadie más se interpusiera en su camino.

—Pase detrás de la mesa —ordenó a Teresa, mientras él mismo rodeaba el mueble en dirección a la puerta.

—Acabará en la cárcel.

—Cállese de una maldita vez.

Smythe movió la pistola, haciendo gestos a Teresa para que se situase al fondo de la habitación. Dio dos pasos más hacia la puerta, sin dejar de observarla. Gruesas gotas de sudor le corrían por la frente y tuvo que sujetar con más fuerza el arma, que parecía a punto de resbalársele.

Oyeron pasos que se acercaban. Teresa ahogó un grito al reconocer el sonido del bastón de su esposo. Smythe le ordenó silencio con una mirada, esperando que el coronel no llegase a entrar en el despacho. Sus ruegos fueron en vano. Los pasos se acercaban más y más.

El coronel Stuart entró en la estancia y se encontró de frente a Smythe. En una mano, apretada contra el pecho, su caja de caudales; en la otra, su revólver, con el que le apuntaba al pecho.

—¡Qué demonios...!

Su exclamación murió en los labios cuando el tipo desvió la pistola para apuntar al fondo de la estancia. Stuart dejó de respirar por un momento al descubrir el rostro pálido de su esposa mirándole con espanto.

—Déjeme pasar y nadie saldrá herido.

—¿Cree que voy a permitir que me robe y amenace a mi esposa sin recibir un castigo? Se lo advierto, Smythe...

—¡He dicho que me deje pasar! —exclamó el tipo, apuntando de nuevo al pecho del coronel.

Teresa gritó, angustiada, y el capataz desvió la vista por un segundo hacia ella. Fue su error. Stuart se lanzó sobre él empuñando el bastón, pero no llegó a golpearle. Smythe interpuso la caja metálica entre ellos y se libró de un impacto que le hubiera dejado inconsciente.

Los dos hombres forcejearon por unos segundos, que parecieron horas. Stuart consiguió sujetarlo por la muñeca derecha, apretándosela hasta dejarle la mano insensible. Smythe notó que la pistola se le escurría entre los dedos, hizo un último esfuerzo para evitar perderla y su dedo índice se clavó en el gatillo.

El disparo provocó un eco en la habitación que hizo chillar de nuevo a Teresa, al mismo tiempo que se llevaba las manos a los oídos y cerraba los ojos con fuerza. Por un momento, pensó que estaba muerta. Su corazón no latía. Su piel estaba fría y su aliento detenido. Entonces oyó una voz que la llamaba con un susurro y se obligó a abrir los ojos.

En la habitación aún flotaba el humo de la pólvora. Smythe había desaparecido y, tumbado sobre la alfombra, con una mano agarrándose el abdomen, estaba su esposo.

—¡Nooo!

Teresa corrió hacia él, tomó su cabeza entre las manos y la apoyó en su regazo, mientras gritaba sin cesar, una y otra vez. La alfombra que había bajo sus cuerpos fue tornándose poco a poco roja.

El mejor lugar para ocultarse eran los muelles de Puerto España.

Compró una botella de vino barato y se sentó a beberla en un callejón oscuro, con la única compañía de dos gatos famélicos y una pistola que le quemaba en el bolsillo. La caja de caudales la había descerrajado de un tiro en el bosque. La pequeña cantidad en monedas que había encontrado ni siquiera le llegaría para saldar sus deudas. Desde luego, aquél no era su día de suerte.

A media mañana se había bebido toda la botella y dormitaba con la cabeza apoyada contra una pared mugrienta. Un gran barco de pasajeros había atracado poco antes en el puerto y veía pasar por delante de su callejón a elegantes viajeros ingleses, damas emperifolladas y doncellas de delantales inmaculados.

Una sombra, más alta que las demás, le tapó por completo la luz. El joven caballero se detuvo a consultar su reloj de bolsillo y miró hacia el sol, como si ya no recordara su brillo. Smythe contempló su perfil moreno y su pelo negro, y pensó que le conocía de algo.

Luego recordó quién era. Y sonrió.


Sólo yoWhere stories live. Discover now