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Brenda dio el último retoque a su sencillo moño y contempló con gesto crítico su aspecto en el gran espejo de cuerpo entero. Se había puesto sus ropas más severas, tan oscuras que se podría creer que estaba de luto. Quería aparentar serenidad a la vez que autoridad. Iba a tener una sola oportunidad para lo que se proponía. Aferró un pequeño bolso de mano, en cuyo interior estaba el valioso collar de esmeraldas que le habían regalado su hermana y su cuñado en su último cumpleaños. Su última opción. Aunque le doliese tanto desprenderse de él.

Salió amparándose en las sombras del atardecer, llevando a su caballo de las riendas para no hacer demasiado ruido. Jordan supondría que no había regresado de visitar a Aramintha y que se había quedado a cenar con los Talbot. Mejor así; no quería preocuparla innecesariamente.

Steve Talbot le había dado la información que precisaba aquella misma mañana, al contarle lo que le había confesado su nuevo amigo chino después de ingerir varias copas de vino generosamente pagadas por el pelirrojo.

—Después recordé que aquellos tipos también estaban en la taberna la noche en que despedimos a Minho —le había explicado Steve—. Él también nos recordaba. Me dijo que llevaba semanas acudiendo al local y tratando de que la «bonita camarera rubia» le prestara un poco de atención. Aquella noche, después de que nos fuéramos, fue su noche de suerte.

—Estuvo con Rose...

—Aquella noche y varias más. El hombre había ahorrado algún dinero trabajando en los muelles y pensaba invertirlo en poner un pequeño negocio de carpintería. Rose lo dilapidó en dos semanas, y después le dijo que no quería volver a verle, a menos que consiguiese llenar de nuevo su cartera.

—Pobre...

Brenda había sentido lástima por el trabajador chino al mismo tiempo que crecían sus prejuicios contra Rose Smythe. Por fin comprendía que aquella mujer no tenía escrúpulos y que en el fondo era igual que su padre. El teatro que habían representado la tarde de la fiesta de los Wallace, con Rose arrodillada pidiendo misericordia a Thomas, no había sido más que una actuación previamente acordada entre ambos.

—El desgraciado trabaja ahora de bracero en una plantación y apenas gana para pagarse una copa en la taberna, pero aun así sigue acudiendo, esperando que ella se arrepienta y le conceda de nuevo sus favores.

—¿Sabe lo del hijo de Rose?

—Sí, claro que lo sabe. Y también él ha hecho sus cuentas.

—¿Ha intentado reclamárselo?

—¿Por qué, si no, Rose no se acerca nunca a su mesa?...

Brenda detuvo sus meditaciones al ver a lo lejos una luz entre los árboles del bosque. Ése era el sitio que Steve le había indicado. Se bajó del caballo y lo ató a una rama, antes de continuar su camino a pie, hacia la casa de los Smythe.

***

—¿Llego a tiempo para la cena?

Henry Wallace levantó sus ojos cubiertos en parte por una fina telaraña blanca, tratando de reconocer en el elegante caballero de la puerta a su hijo menor. La sonrisa dubitativa del muchacho le extrañó, hasta que recordó la acusación que pesaba sobre su cabeza.

—Diría que llegas pronto por primera vez en tu vida —afirmó el anciano, tendiendo la mano hacia la jarra de jerez.

Minho se acercó rápidamente para ayudarle y sirvió dos copas.

—No se ha cumplido un año desde que partiste.

—Recibí una carta de Thomas.

—Sí, ya, ese asunto...

Wallace bebió un sorbo, se detuvo como si estuviera meditando sus palabras y luego miró a su hijo casi con una sonrisa en su rostro cubierto de arrugas.

—¿Sabes?, yo cometí un error una vez...

Minho asintió. Su existencia era un error; siempre lo había sabido, a pesar del cariño incondicional de su hermano. En el fondo, sus travesuras juveniles tenían como objetivo lograr aquella confesión de su padre, conseguir que le dijera a la cara que era una vergüenza y una carga para él.

—Borra los malos pensamientos de tu cabeza, jovencito —gruñó el viejo, comprendiendo a la perfección lo que Minho estaba pensando—. Cometí un error, sí, pero ese error fue casarme con una mujer que no amaba y que no he logrado amar a pesar de más de treinta años de matrimonio.

Wallace pasó las manos por los pulidos brazos de su silla de ruedas, sujetándose con fuerza, como si fuese a intentar ponerse en pie. La indignación que sentía le enrojecía el rostro y hacía brillar sus ojos cansados.

—Thomas y tú sois mi único motivo de felicidad y orgullo en esta vida. —Se calló, conmovido, al ver brillar los ojos negros de su hijo, pero al momento agitó una mano como quitándole importancia a su confesión—. Lo que quiero decirte es que no cometas ninguna tontería. No dejes que esa mujer te cace, sea verdad o mentira lo que afirma, porque entonces habrás cavado tu propia tumba en vida.

—No lo haré, señor. — Minho respiró profundamente, conteniendo su emoción—. Gracias. Gracias por su consejo. Y por todo.

—No tienes que dármelas, hijo. —Wallace le hizo un gesto para que se acercara y lo abrazó brevemente, palmeándole la espalda—. Ahora vete a arreglar tus asuntos. La cena puede esperar.

—Sí, señor.

Minho tomó su sombrero y se volvió hacia la puerta sintiendo sus pies más ligeros que nunca en su vida. La gran sombra de su nacimiento, las dudas que en el fondo siempre le habían atormentado, se habían despejado y le parecía que todo a su alrededor brillaba con más color y más luz que nunca, que el aire que respiraba era más puro y su corazón latía con más regularidad.

— Minho..., esa mujer no merecía que cruzaras el océano por ella —dijo su padre justo antes de que saliera.

—Lo sé, señor. Pero no es por Rose por quien he regresado.


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Sólo yoWhere stories live. Discover now