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La cabaña era poco más que un montón de troncos amontonados con escasa pericia y menos gusto. Al edificio principal, de forma cuadrada y simple, le habían ido añadiendo distintos cobertizos, en los que se veían desde unas pocas gallinas adormecidas hasta un cerdo, cuyo hedor hizo arrugar la nariz a Brenda.

Otra vez metida en líos. En fin. No tenía solución. Decidió que estaba en su naturaleza ser impulsiva y entremetida. Si nadie iba a intentar aclarar del todo aquella situación de una bendita vez, tendría que hacerlo ella en persona.

Estiró el brazo y llamó a la puerta con dos suaves golpes, arañándose los nudillos en la áspera madera.

—¡La puerta está abierta! —gritó una voz femenina desde el interior, lo que provocó el llanto de un bebé.

Brenda se detuvo y tomó aire con la boca abierta. El bebé de Rose Smythe. Por eso estaba ella allí. Empujó la puerta y entró.

El interior estaba en semipenumbra. Sólo dos pequeñas velas alumbraban el fondo de la estancia, donde Rose revolvía una vieja cacerola sobre el fuego. Con un pie meneaba una pequeña cuna de balancín y chasqueaba la lengua, hasta que el bebé fue calmándose.

—¿Quién es usted y qué quiere? —preguntó con grosería, volviéndose hacia la puerta.

Evidentemente no esperaba visita.

—Vengo a hablar con usted —dijo Brenda, dando un paso adelante.

Rose Smythe la miró entrecerrando los ojos y, a continuación, estiró el cuello para comprobar si venía sola.

—Me parece que se equivoca de casa —contestó, desconfiada.

No; Brenda sabía que no se equivocaba. Steve Talbot le había indicado con claridad dónde estaba la vieja cabaña de los Smythe. Los padres de Rose y su numerosa prole vivían ahora en tierras del coronel Stuart, pero ella había preferido quedarse con su bebé allí. La vivienda estaba a una corta distancia de Puerto España, donde Rose trabajaba en la taberna, y tal vez, había sugerido Steve, la muchacha prefería vivir sola por otros motivos, que no quiso especificar pero que Brenda ya se imaginaba.

—Usted es Rose —afirmó ante la hosquedad de la rubia.

—Y usted una de esas señoritingas que estaban aquella tarde en casa de los Wallace. —Rose se limpió las manos en un paño mugriento y se pasó la mano por el pelo, atusándoselo con coquetería—. ¿Y bien?

—¿Puedo ver a su bebé?

—¿Para qué?

—Me gustan los niños. No se preocupe; tengo buena mano con ellos.

Brenda se acercó despacio, como si se enfrentara a una leona protegiendo a su cachorro, y consiguió ver la cabecita morena asomando entre un revoltijo de sábanas.

—Dígame de una vez para qué ha venido.

—Yo...

El bebe pataleó, destapándose, y Brenda lo observó con avidez.

No podía negar que era una bonita criatura, de abundante cabello de un negro intenso, sonrosados mofletes y pequeños puños que agitaba ante su rostro como si de un aprendiz de boxeo se tratara.

—Es muy hermoso —susurró Brenda.

La joven, sintiendo una súbita ternura, alargó una mano, y el bebé la sujetó por un dedo, abriendo los ojos, sorprendido. Ella se inclinó más hacia la cuna y observó las dos pequeñas ranuras inclinadas que ocultaban sus pupilas oscuras. Un suspiro se escapó de sus labios.

—Su padre se sentiría muy feliz y orgulloso de poder conocerlo.

—Minho lo conocerá cuando vuelva de Inglaterra.

Sólo yoWhere stories live. Discover now