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Mientras acunaba en brazos a su bebé para que se durmiese, gruesas lágrimas de arrepentimiento y de miedo por su futuro corrían por el rostro arrebolado de Rose Smythe. Las nociones recibidas en la iglesia sobre el bien y el mal la impulsaban a buscar ayuda para aquella pobre joven. Pero, por otro lado, la certeza de que ya estaba muerta tras el fuerte golpe en la cabeza que le había dado el viejo la convencía de guardar silencio sobre aquel crimen. De confesarlo, sólo conseguiría la prisión para ella y su padre. Y tenía que pensar en su criatura, aquel pobre niño sin apellido.

Muchas veces se había arrepentido de haberse dejado seducir por la bolsa repleta de aquel tipo. Xiang, había dicho la señorita que se llamaba. Liu Xiang. No había sido capaz de confesárselo a su padre; la habría matado con sus propias manos de saber que esperaba un hijo de un asiático. Así que había pensado en cargarle la culpa a Minho Wallace, pues, total, él estaba en Inglaterra y nadie sabía cuándo regresaría; poco daño podía hacerle. Además, cuantos le conocían y sabían de su pasado y sus rebeldías entenderían que un bastardo hubiera engendrado otro bastardo. Su nombre ya no podía mancharse mucho más.

Pero ahora Rose estaba muy arrepentida. Comprendía que aquella mentira había traído la desgracia para la pobre joven asesinada por su padre. No sabía quién era ni por qué quería ayudar a Minho. Tal vez sólo era su amiga, tal vez su prometida. Pero ahora daba igual, porque ya sólo era un cadáver que los peces devorarían en pocas horas.

El sonido de unos cascos de caballo la puso en alerta. Aquélla no era la mula de su padre. Depositó al bebé dormido en la cuna, se levantó y buscó un arma para defenderse. Sabía que fuera lo que fuera lo que entrase por aquella puerta no sería nada bueno para ella. Minho saltó del caballo y no se entretuvo en llamar a la puerta de la cabaña; simplemente, la abrió de una patada.

En el interior, muy pálida, Rose Smythe le miró con los ojos desorbitados.

Entró en la única estancia de la casucha y observó todos los rincones oscuros que las velas apenas dejaban percibir. Luego se encaró a la joven rubia, que apretaba la boca sin atreverse a decir nada.

—Ha venido alguien a verte —aseguró—. Una joven morena. La cuñada de lord Ashford.

—No sé de quién me habla. No la conozco.

—Sé que ha estado aquí —insistió Minho, viendo que titubeaba.

—¡Aquí no ha venido nadie!

En el exterior, el caballo de Minho relinchó y recibió respuesta de otro animal a poca distancia. Las mejillas pálidas de Rose enrojecieron de repente.

—¿Es tuyo ese caballo?

—Yo...

—¿Y esto?

Minho se agachó, recogió del suelo el bolso de Brenda y sacó de su interior el collar de esmeraldas, para asombro de Rose.

—Por favor, por favor. —Inesperadamente Rose se arrodilló, hundiendo la cara en su regazo—. Yo no le he hecho nada. Ella ha venido y me ha dicho muchas cosas. Pero yo no he tenido la culpa. Yo no he hecho nada. Ha sido él. ¡Estaba borracho!

—¿Tu padre? —preguntó Minho con voz estrangulada, sintiendo que un abismo se abría ante sus pies cuando Rose asintió con la cabeza—. ¿Qué le ha hecho tu padre?

—Le ha dado un golpe en la cabeza. Está... —Levantó el rostro lleno de lágrimas y, mirando a Minho a los ojos, comprendió al momento lo mucho que aquella muchacha significaba para él—. Está muerta.

Brenda alcanzó a oír el estruendo de la pistola y se inclinó más hacia la mula en el momento justo en que la bala pasaba zumbando peligrosamente cerca de su cabeza. «El viejo Smythe tiene mucha mejor puntería de lo que cabría esperar», pensó con una sonrisa dolorida. La cabeza la estaba matando de dolor y el trote cansino del grueso animal no hacía nada por aliviarla.

Sólo yoWhere stories live. Discover now