Brenda estaba descansando en su lugar favorito, en el bosquecillo a orillas del río, dejando que el rumor del agua al correr y la brisa fresca del atardecer relajaran su cuerpo y su mente.
Habían transcurrido dos días tristes y ajetreados. Smythe había sido detenido y encerrado en prisión, tras las declaraciones de Teresa Stuart, Brenda y Rose, que no había titubeado a la hora de condenar a su padre.
Durante el entierro del coronel, la viuda había sido arropada por todas las buenas familias de la zona, que habían hecho un pacto silencioso para no abandonarla en ningún momento y procurarle consuelo o, cuando menos, un hombro en el que llorar su pena. Tras la muerte de su padre, tiempo atrás, Teresa Stuart no tenía ningún familiar vivo en Santa Marta, pero sí varias docenas de buenos amigos y, sobre todo, un pilar firme en el que apoyarse para seguir adelante, siempre fiel pese a todo, su antiguo amor, Thomas Wallace.
Se hacía extraño pensar que de una desgracia pudiera nacer una esperanza de futuro, pero así era, meditó Brenda, pensando que definitivamente el «mejor partido» de Santa Marta había quedado fuera de la circulación para decepción de las muchachas solteras. Una sonrisa tibia se extendió por sus labios mientras cerraba los ojos para dormitar, apoyada contra el tronco de su árbol.
—Creía que habíamos convenido en que no saldrías sola a partir de ahora.
La voz irritada de Minho la sacó de sus pensamientos, al mismo tiempo que su cuerpo le tapaba el sol. Abrió los ojos y lo miró, estirando el cuello para contemplar a placer su atractivo rostro.
—Con Smythe en la cárcel, ¿qué otro peligro me acecha en la isla? —inquirió, divertida—. ¿Acaso algún animal rabioso saldrá de entre los árboles para devorarme?
—Nada te asusta, ¿no es cierto? —preguntó, a su vez, Minho, sentándose a su lado.
«Sólo que tú vuelvas a dejarme», le contestó con la mirada.
—Aún no me has contado nada sobre Inglaterra —dijo Brenda, cambiando de tema.
Se sentía extrañamente cohibida por estar con Minho por primera vez a solas desde que él había regresado. La otra noche, cuando regresaban de la choza de los Smythe, Minho la había hecho montar en su caballo y había subido detrás de ella, sin dejar de sujetarla ni un momento por la cintura, oprimiéndola contra su pecho, como si temiera que fuera a desvanecerse entre sus manos. A prudente distancia los habían seguido Steve Talbot y los Ford, que llevaban las riendas del caballo de Brenda. Era toda la intimidad que habían podido tener hasta ese momento.
—Habrás conocido a muchas jóvenes hermosas en mi tierra natal.
—Unas cuantas —aceptó Minho, sonriendo al ver cómo ella fruncía el ceño ante su respuesta. Se acercó más e inclinó su cuerpo hacia ella, hasta que casi se tocaron—. Pero ninguna como tú.
Brenda no esperó a que la besara. Simplemente se colgó de su cuello y pegó sus labios a los de Minho, bebiendo de él como si hubiera estado perdida en el desierto y al fin hubiera encontrado un oasis. Minho la envolvió en sus brazos, cubriéndola a medias con su cuerpo, y profundizó el beso. Su lengua se introdujo entre sus labios, acariciándolos por su parte interior, buscando una respuesta, que Brenda le ofreció, ardorosa. Abandonó por un momento sus labios para besarle el mentón, el cuello, el hueco tras la oreja, mientras introducía una pierna entre las de la muchacha, que se apretó contra su cuerpo, uniendo sus ingles para notar, con satisfacción, el estado de excitación que le había provocado con su beso.
Brenda quería algo más. La piel de Minho que asomaba por la camisa entreabierta era una tentación para sus manos, que se introdujeron por el cuello, y abriendo los botones de un tirón, acariciaron su pecho delgado pero poderoso. Besó el hueco de su clavícula y más abajo, de modo que le arrancó un nuevo gemido a Minho, que se dejó hacer, extasiado. Con una mano la mantenía sujeta por la cintura, pero la otra vagó por su cadera y se introdujo bajo sus faldas, acariciando la piel suave de su muslo. Brenda suspiró. Si aquello era el paraíso, o sólo un sueño como tantos que había tenido desde la partida de Minho, no quería despertar. Todo su cuerpo ardía de deseo. Recordó las caricias que él le había prodigado la última vez que habían estado a solas, aquella noche en el bosque, y sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo sensual, embistiendo con suavidad contra el cuerpo de Minho; notó su dureza, su deliciosa excitación que la hacía gemir de placer.
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Sólo yo
RomanceBrenda busca esposo y quiere a alguien que sea todo lo que ella no es: formal, correcto, incluso tirando a aburrido. Eso sí, debe ser moderadamente atractivo y, puestos a pedir, también moderadamente rico. Pero todos sus planes se irán al traste cua...