Minho dio dos pasos adelante, dos atrás, se ajustó la chaqueta, quitó una minúscula pelusa del pantalón y, por enésima vez, consultó su reloj.
—No te preocupes. El capitán Hamilton no partirá sin vosotros — le dijo el gobernador, haciendo un gesto de ofrecimiento hacia una mesa en la que había varias licoreras de reluciente cristal.
Minho rehusó con la cabeza.
—¿Está oscureciendo? —preguntó, acercándose a una ventana—. Dijo que partiríamos al anochecer.
El gobernador optó por servirse una copa de jerez, conteniendo una sonrisa ante la impaciencia del joven. Conocía a Henry Wallace desde la infancia, y su hijo menor se le parecía mucho más de lo que había esperado. En cierta ocasión, Henry le había salvado de ahogarse. Había sido una tarde de verano en la que el mar, hermoso y atrayente como una sirena, lo había atrapado y había tirado de él hasta alejarlo cada vez más de la orilla, como si un pulpo gigante le hubiese atrapado con sus largos tentáculos cubiertos de ventosas, haciendo inútiles sus esfuerzos por nadar a contracorriente. Lo único que había logrado había sido agotarse. Estaba al borde del desvanecimiento cuando Henry había aparecido en su barca de remos y lo había agarrado por un brazo en el mismo instante en que comenzaba a hundirse. Una sólida amistad había unido a ambos hombres desde entonces, y a pesar de la sorpresa inicial, cuando Minho Wallace había aparecido en su puerta con una carta de su padre solicitando una audiencia urgente, se había sentido encantado de poder devolverle mínimamente a su buen amigo aquel favorimpagable de muchos años atrás.
—Debería ir a ver por qué se demora.
—Tranquilízate, hijo; ya sabes, las mujeres siempre se demoran.
—El gobernador saboreó un sorbo de su copa, mirando a Minho con gesto paternal—. Permíteme que halague tu buen gusto. Es una joven muy hermosa, pero quizá...
—Sé lo que me va a decir. —Minho volvió a caminar por la estancia, incapaz de estarse quieto ni un momento—. Que somos demasiado jóvenes, que por qué tantas prisas... Gobernador, ¿está usted casado?
—Soy viudo. Desde hace cinco años.
—Lo siento.
El gobernador asintió. Él también lo sentía. Había estado casado veinte años, y su esposa le había dado tres maravillosos hijos; su vida juntos había sido plena y feliz, pero nada podría consolarlo nunca de su pérdida.
—¿La amaba usted? —preguntó Minho, titubeando, consciente de su indiscreción—. Quiero decir, cuando se casaron... ¿no fue para usted el día más feliz de su vida? Saber que al día siguiente, y al otro, y al otro más, estarían juntos, sin nada ni nadie que se interpusiese; que se despertaría por la mañana viendo su rostro y también sería lo último que viese al acostarse; que construirían juntos su hogar, su futuro...
—Entiendo lo que quieres decir.
—Las personas se casan por distintas razones: por interés, por amistad, por necesidad...
—No fue mi caso —admitió el gobernador. Sus cejas, ya grises, se unieron al fruncir el ceño, y una sonrisa triste iluminó su rostro ajado—. Amaba a mi esposa y la sigo amando. Y sí, el día de nuestro matrimonio fue el más feliz de mi vida.
Minho recordó la confesión de su padre. Después de tantos años había reconocido ante él que no amaba a su esposa, a esa mujer fría y distante que vivía en la misma casa que ellos, pero que los trataba como si fueran invisibles. Pensó que no podía haber otro destino peor que estar unido irremediablemente a una persona así.
—Brenda es muy especial —dijo casi para sí mismo, asomado a la ventana—. No sólo es hermosa. Es dulce, inteligente, perspicaz. Lo que más le gusta es leer y cuidar su jardín; también le gustan los caballos y los niños. Tendría que verla con su sobrino. Tiene una paciencia infinita con el pequeño, y él la adora.
YOU ARE READING
Sólo yo
RomanceBrenda busca esposo y quiere a alguien que sea todo lo que ella no es: formal, correcto, incluso tirando a aburrido. Eso sí, debe ser moderadamente atractivo y, puestos a pedir, también moderadamente rico. Pero todos sus planes se irán al traste cua...