La cama no era tan pequeña.
El capitán Hamilton, como regalo de bodas, les había cedido su camarote. Era un espacio generoso, para lo que se esperaba de los compartimentos de un barco, con paredes de madera recién barnizada que relucían captando el reflejo de la luna y las estrellas que entraba a través de los ojos de buey. En una pared, había un escritorio cubierto de cartas náuticas, al otro lado un gran baúl, y en la pared más larga, la cama clavada al suelo, para que no se moviera durante la travesía.
Sobre otra mesa pequeña descansaba una bandeja con lo que probablemente sería la cena de los recién desposados. Ninguno de los dos la vio.
Aquella noche había algo más importante, más urgente, que alimentarse.
Mientras Minho la besaba sin descanso, robándole hasta el aliento, Brenda temblaba de ansia y anticipación. Eso era lo que ambos habían deseado desde el principio; probablemente desde aquel breve beso en los establos, cuando ninguno de los dos sabía quién era el otro.
Sus ropas caían desordenadas al suelo, intercalándose entre besos, caricias, gemidos y risas, en tanto por su mente pasaba cada beso anterior, cada encuentro, cada ansia reprimida en sus cuerpos jóvenes, tan fácilmente excitables.
—¿Debería tener miedo? —preguntó Brenda contra la boca de su esposo, mientras él se despojaba de sus últimas prendas y se inclinaba sobre ella, mostrándole sin ningún pudor su gloriosa desnudez—. ¿Debería mostrarme tímida y apocada? No quiero que creas que soy una atrevida.
—Preciosa, te ruego que esta noche seas todo lo atrevida y descarada que puedas.
Minho acarició la piel de su escote y las colinas de sus pechos, que sobresalían de entre el corsé que aún la aprisionaba. Brenda tendió sus manos, aún dubitativa, y acarició su espalda delgada, fibrosa, bajando hasta su cintura. Su piel era áspera y morena, pero más abajo, apenas un poco más abajo, parecía más suave. En un arranque de valentía, decidió explorar aquella zona desconocida.
—Déjame que te libere de esta cárcel —le susurró Minho al oído, tironeando de los cordones del corsé, que cayó al suelo con el resto de las ropas.
Ahora sólo una fina camisa de batista se interponía entre sus pieles.
—Soñaba con verte a la luz del día —confesó Minho, besándola en el cuello, en el hombro, recordándole que ya una noche habían estado así unidos, casi desnudos—. ¿Dejarás que te vea mañana?
—Faltan muchas horas para mañana —le recordó Brenda, inclinando la cabeza hacia atrás para que él siguiera besándole las clavículas, y más abajo, el valle entre sus senos.
—Lo tomaré como una promesa —bromeó él, y con un gesto rápido la despojó de su camisa.
Rodaron sobre la cama, piel con piel, ardientes, sudorosos, mientras la pasión crecía sin límites. Los dos sabían lo que iba a ocurrir. La primera vez no era fácil para una mujer. Por eso, prolongaban las caricias, los besos. Cuando ya ninguno de los dos podía soportar más la tensión acumulada, Minho se acomodó entre los muslos suaves de su esposa y entró en su interior de un solo envite, tratando de minimizar el dolor, de aligerarlo, para recuperar el placer, con caricias lentas, con besos suaves, hasta que ella se relajó de nuevo entre sus brazos y aceptó la invasión y los lentos movimientos, que poco a poco se aceleraron, obligándola a seguirlo, a bailar con él una danza infernal entre llamas que amenazaban con devorarlos. De pronto, todo estalló en un cielo de fuegos artificiales que lentamente cayeron sobre sus cuerpos, consumiéndose como estrellas fugaces.
Aún medio dormida, Brenda oyó el chirrido de la puerta al abrirse y un delicioso aroma a café llegó hasta su nariz. Tiró de las mantas para asegurarse de que estaba bien cubierta y abrió los ojos, buscando al intruso.
—¿Piensas dormir hasta la tarde?
—¿Me has traído el desayuno?
Se incorporó con una sonrisa coqueta, dejando que las mantas resbalasen hasta mostrar sus brazos y hombros desnudos, pero las detuvo en el último instante sobre su pecho.
—¿Qué le has dicho al capitán Hamilton?
—Que el movimiento del barco te marea.
—Buena excusa —aceptó Brenda con una carcajada, soplando sobre la taza que Minho le había ofrecido para enfriarla.
Él se sentó al final de la cama e introdujo una mano bajo las mantas para acariciarle su tibio pie desnudo.
—De todos modos, nadie espera que una recién casada madrugue tras su noche de bodas —dijo, haciendo que su esposa se atragantara.
Los recuerdos de la noche pasada en sus brazos volvieron en tropel para enrojecer sus mejillas y hacer arder todos y cada uno delos centímetros de su piel, besados y mimados por Minho a lo largo de las horas en vela que habían pasado.
—Si me sigues mirando así, no voy a permitir que te acabes el desayuno —susurró Minho, inclinándose hacia ella, que dejó la tazasobre la mesita al lado de la cama.
—En algún momento necesitaré alimentarme —protestó en falso, tendiendo sus brazos para rodearle el cuello, sin importarle ya si las mantas la cubrían o no.
—Avísame si te sientes desfallecer.
Brenda entreabrió los labios esperando su beso. Como si fuera la primera vez que la besaba. Como si hubieran pasado años desde la última vez que habían estado juntos. Su cuerpo ardía por recibir de nuevo sus caricias y por entrar en contacto con su piel desnuda.
Tironeó de su camisa hasta que pudo tocar su pecho, su espalda, sus fuertes brazos, mientras sus labios y sus lenguas jugueteaban en un beso delicioso, profundo y ardiente, como todos los suyos.
—Nos espera una larga travesía hasta Inglaterra —dijo Minho, deshaciéndose del resto de su ropa para introducirse en la cama junto a su esposa.
—No creo que nos aburramos —contestó Brenda con descaro, acomodando sus curvas suaves contra sus fuertes músculos.
—¿Ha valido la pena? —preguntó Minho mientras sus manos la recorrían tratando de memorizar su cuerpo como si fuera un mapa del tesoro.
—Ha valido la pena.
—¿Te arrepientes de algo?
—Tal vez, sí... —Brenda se calló, fingiendo estar pensativa. Minho palideció y se separó de ella, lo que provocó una corriente de aire frío entre sus cuerpos—. Amor mío, sólo me arrepiento de no haberme fugado contigo la primera vez que te fuiste a Inglaterra.
Minho respiró hondamente y sonrió. Tendría que acostumbrarse a su descarada y provocadora esposa, y sin duda, sería un placer hacerlo.
—¿Sabes?, en el fondo no creo que todo sea tan fácil.
Probablemente, cuando volvamos, nuestras familias nos estarán esperando con un montón de reproches.
Brenda le dio un beso breve con la boca cerrada, al mismo tiempo que se movía sinuosa contra su cuerpo, y Minho decidió que podía con todos ellos; podía con el mundo entero a cambio del placer que le ofrecía en aquel momento su preciosa esposa.
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Sólo yo
RomanceBrenda busca esposo y quiere a alguien que sea todo lo que ella no es: formal, correcto, incluso tirando a aburrido. Eso sí, debe ser moderadamente atractivo y, puestos a pedir, también moderadamente rico. Pero todos sus planes se irán al traste cua...