1. Llegada al ártico

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Eran las siete y cuarto de la tarde cuando la sirena del tren sonó, dando paso a una voz femenina, algo robótica e interferida, que anuncio lo que llevábamos horas esperando: «Proxima estacion, Renfe Vitoria».
Me levanté del asiento en el que había pasado cinco horas, agradecido de marchar de aquel viejo tren en el que tanto calor hacia. El revisor me había comentado que se trataba de un fallo en el sistema de calefacción, y la mayoría de los viajeros del vagón nos habíamos quitado la chaqueta, y hasta alguno la camisa. Recogí mi maleta del pequeño compartimento que había sobre mi butaca, me enrollé la bufanda al cuello y me acerqué a la puerta. Agarrado a una barandilla de hierro pringosa, espere a que el tren llegara a la estación mirando el paisaje.
Cuando llegamos al andén, se había formado una cola de pasajeros esperando bajar detrás de mí. El revisor nos dio las gracias y abrió las puertas de todos los vagones, ayudando a los pasajeros a bajar sus equipajes. Yo por mi parte no le permití coger mi maletín de cuero, pero si me deje ayudar con la maleta grande que había comprado en El Corte Inglés de la calle serrano.
Cuando baje, una ráfaga de viento me sacudió y tuve que sujetar mi bufanda para que no cállese a las vías. Hacía un frío helador en aquella estación, y la gente iba muy deprisa hacia la salida principal. El edificio tenía tres plantas, era blanco con arcos azules y grandes relojes y pantallas con los horarios de los trenes.
Seguí a la procesión de viajeros hacia la salida, pasando por un atrio enteramente verde donde se vendían los billetes. La cafetería, una sala pequeña y cochambrosa, estaba vacía, y la tienda de regalos ni siquiera tenía empleados. Continué mi trayecto hasta la calle, una de las principales del centro de la ciudad, según aprendí después, la calle Eduardo Dato.
La parada de taxis, como la llamaban, aunque sólo hubiera espacio para cinco vehículos, estaba rodeada de gente de toda parte solicitando los servicios de transporte. Entre las indicaciones que me habían dado cuando aún trabajaba en el Madrid, estaba la dirección del piso en el que me alojaría, en la calle San Prudencio número trece. Como indicaba la nota que me habían dado, ande todo recto y giré en la segunda calle hacia la derecha, encontrando mi edificio. Era un inmueble bajo, de color blanco, y uno de los más anchos de la calle. Como el resto de las casas en las que me había fijado hasta entonces, contaba con miradores que sobresalían de la fachada, y sobre la puerta principal de hierro y cristal, había un arco beige con el número trece grabado en relieve.
Me di cuenta al mirar el portero automático, de que en el edificio no había un portero fisico que me pudiera atender, así que decidí llamar al contacto que me habían indicado en las notas que me pasaron, para preguntar qué debía hacer. Marque el número que me indicaba la nota, y una voz ronca y grave me respondió:
-Quien sea, que  se identifique le ruego.- tosió el hombre. Parecía algo borde, pero la entonación que utilizó me hizo creer por un instante que estaba cantando.
-Buenas tardes. Me llamo Diego Salamanca, soy el agente que envía el CNI desde Madrid. - dije en un tono dulce, intentando ser amable y labrarme mi primera amistad en la ciudad, pero el hombre era complicado.
-No me interesa quien te mande, a mi me han dicho que le dé llaves a un Diego, del primero izquierda.- dijo usando un tono bastante grosero. -Se las he dejado a mi hermana Felisa, que vive en el segundo izquierda, llámale y arreglais. - dicho esto, me colgó.
No estaba acostumbrado a que me trataran «de tú» cuando hablaba «de usted», y menos de forma constante. Me lo quise tomar con calma, pero otra ráfaga de viento helador me saco de mi optimismo y me recordó que me habían destinado al Ártico. Pero no a cualquier parte, sino allí donde se cometían crímenes cada semana, relacionados con el terrorismo etarra.
Llame al segundo izquierda y una voz chillona me abrió a través del portero y me mando subir. El portal estaba revestido de mármol y la escalera era de madera chirriante. Cuando llegue arriba, me encontré a una señora bajita, de unos sesenta años, que vestía una bata de estar en casa y pantuflas violetas. Su cara mostraba tristeza y cansancio, y sus canas que se había descuidado últimamente. Me dio las llaves de mi piso y una guía de autobuses para ubicarme. Cuando acabo, me dio las buenas noches y me cerró la puerta en las narices.
Cuando llegue a mi piso, mire la llave que me había dado. Era pequeña y redondeada, y en el reverso ponía «canuto». La introduje en la puerta y di tres vueltas hacia la izquierda, abriendo el viejo portón de madera verde que daba paso al que sería mi nuevo hogar.
Las paredes eran blancas, y el recibidor era muy grande y espacioso. A mi izquierda tenía un gran aparador lleno de fósiles y rocas, y una familia de armadillos disecados. De las paredes colgaban calientacamas viejos, y un ukelele hecho también con la duda piel de un armadillo. Al fondo del recibidor había un escritorio de madera sobre el que había una pila de cartas e informes y una bandeja de plata donde dejé mis llaves.
Crucé el pasillo hasta llegar a mi habitación, bastante amplia y con cinco armarios. Vacíe mi maleta y la metí debajo de la cama, guardé mi reloj Rolex en la caja fuerte y me fui a dar una ducha de agua caliente, para soportar mejor el frío Ártico. Cuando sali, me vestí y busqué la calefaccion, pero pronto me di cuenta de que aquello no funcionaba. Busque por la casa y encontré unas mantas de lana antiguas y polvorientas. Las sacudí y con ellas y mi edredón intenté dormir. Aquella noche fue insufrible. El frío no me dejó pegar ojo, y tuve que levantarme a las seis y media para ir al trabajo. Pero, que se le va a hacer si te destinan al Ártico.

                                ***

La mañana siguiente me levanté resfriado. La noche había sido muy larga, y, a las cinco de la mañana, algún vecino con muy mala intención había empezado a tocar el piano. Reconocí entre las obras que tocaba el estudio revolucionario de Chopin, pero hay que decir que le faltaba mucha práctica.
Me vestí con una camisa blanca y un pantalón vaquero, y me acerqué a la cocina para coger algo que desayunar. No me habían dejado nada en la alacena, así que decidí coger mi maletín, cargado con todos los papeles que iba a necesitar, y baje al bar que había bajo mi portal. La cafetería era pequeña, esencialmente hecha de madera, y en el toldo azul marino el nombre Casablanca estaba bordado en blanco. El camarero, un hombre mayor y ronco, me ofreció un café con leche que acepté de buen agrado.
Sobre la vieja barra estaba el periódico El país del día en cuestión: doce de mayo de mil novecientos ochenta y nueve. Se hablaba de economía, de José María Aznar y también, como siempre, de lo último de la banda terrorista ETA. Pero los periodistas estaban lejos de lo que la policía, y mucho menos inteligencia, sabíamos sobre el paradero de las armas. El día se anunciaba largo. Recogí mi maletín del suelo, dejé unas pesetas sobre la barra, y me despedí del viejo barman dispuesto a coger un taxi a la comisaría de policía.

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⏰ Última actualización: Sep 30, 2019 ⏰

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