Había sido una tarde cansada. Al llegar a casa, lo único que podía pensar Armando era quitarse las pesadas botas de seguridad que oprimían sus pies, cansados de la larga jornada en la fábrica, que excedía por mucho la permitida por cualquier ley laboral.
Sin embargo, en México, como en cualquier país «en vías de desarrollo,» eso no era importante, Armando simplemente era uno más en las filas. Desechable, fácil de sustituir y, sobre todo, un miembro más de la masa.Reposaba en un sofá que rescató de lo que el llamaba «una venta de desalojo», un chico que vivía a algunos apartamentos abajo de él fue desalojado hace unas semanas, el dueño del edificio, como era su costumbre, vendió todas las pertenencias del infeliz, alegando que le debía meses de renta, aún cuando el sujeto solo se atrasó un par de días del correspondiente.
Lo lamentaba, claramente, ese chico era él, ese chico era cualquiera, ese chico era parte de la masa. Pero, necesitaba un sofá. Así que tuvo que tragarse el repudio a las acciones del pequeño burgués dueño del edificio.Pensar en ese chico le recordó porque se apresuró en llegar a casa. Soltó un suspiro al tiempo que echaba su cabello hacia atrás, alejándolo de su frente. Acto seguido, con los pies ardiendo de cansancio, se dirigió a la habitación principal.
Entró con sigilo al lugar, casi con el mismo que entró al despacho de la administración del edificio y subió su paquete a hurtadillas hasta su piso, gracias al elevador de servicio, esa misma mañana.
Se dio el lujo de contemplar al hombre obeso que estaba atado a su silla y que tenía los ojos vendados. Sonrío a sí mismo al ver cómo estaba bañado en sudor e incluso se había orinado encima. Claro, si nunca había tenido que defender su propia vida. Una muestra más de que él no era parte de la masa. Ese hombre que transpiraba privilegios no era el chico desalojado, no era él, y no valía más que ninguno de ellos.Tomó su viejo cuchillo de cacería. Aún tenía las marcas de sangre del abogado que dirigió su despido injustificado del trabajo anterior. Lo pasó, sin cortar, por la parte del prominente abdomen que sobresalía de la ropa de aquel cerdo.
Vió con agrado como despertaba, lo escuchó empezar a suplicar por lo bajo y comenzar gritar, en medio de un episodio de histeria, sabiéndolo inútil. Era quincena, lo cual significaba que todos estarían en algún bar, antro o algo similar, uno de los pocos placeres de la clase trabajadora, dejando aquel edificio en un barrio cualquiera vacío.Después de unos minutos se hartó de escucharlo y comenzó a cortar ese prominente bulto que se atrevía a llamar abdomen, mientras inquiría en voz alta —¿Cuántas cortadas necesitas para llegar al estómago de un cerdo hijo de papi?—.
Lo que comenzó como cortes en la piel se convirtió en cortes de carne en todo el sentido de la palabra, estaba centrado en hacerse camino entre la grasa, mientras agradecía su tiempo trabajando en el rastro.Los gritos se fueron apagando conforme seguía cortando, pero ni siquiera en los últimos cortes logro sacar carne magra. Al terminar con el músculo, dirigió su mirada al rostro del tipo, encontrándose con la típica mirada vidriosa de un muerto. Miró a sus pies, encontrando el charco de sangre que miró con satisfacción.
A continuación, llevó sus manos al interior del hueco que había creado, palpó hasta encontrar el estómago del tipo e hizo algunos cortes más antes de lograr sacarlo. Al contemplarlo notó que tenía un tamaño y forma con deformidad tal que si no lo hubiese sacado él mismo dudaría que fuera de un humano.Cómo si eso no fuera suficiente, estaba totalmente recubierto en una desagradable y amarillenta capa de grasa —Así que de esta manera se ve el estómago de uno de ustedes—. Mencionó, hablándole al cadáver frente a él, mientras examinaba aquella asquerosidad a contraluz sin cambiar en ningún momento el gesto de asco que se instaló en su rostro desde que sacó esa cosa. Después de unos instantes, lo dejó en el buró y se dispuso a cambiarse rápidamente antes de tomar su maleta, ya preparada, y salir del departamento.
Sin embargo, su prisa no residía en que temiese ser encontrado, no era su primer acto de justicia, sino que le apremiaba ir a recostarse y elevar sus pies tan cansados.
No le preocupaba otra cosa, ni siquiera la primera vez, porque aunque era desechable, fácil de sustituir, y uno más, la misma masa le daba anonimato. Ese acto de justicia era suyo, era del chico desalojado, era de todos.Día 1 - Disección.