Era una tarde fría; no lo suficiente para que llueva pero sí para que ningún niño esté en aquella pradera que todos amaban. Ellos solían estar cada día ahí después de salir de la escuela, pero aquel día solo había un niño a quien sus padres le habían permitido salir después de tanto insistir y llorar.
Jaemin.
No era la primera vez que él salía solo, puesto que usualmente sus padres le permitían salir para explorar y tener aventuras. Ellos le habían enseñado muy bien a cuidarse solo e incluso le hicieron una pequeña campanita para que agite si alguna vez se encuentra en peligro. Después de todo, Jaemin solo vivía al frente de aquel campo.
El pequeño estaba bajo un árbol observando cada planta y tratando de contar cada una. Por un momento se había olvidado del mundo entero, pensando que algún día podría tener un amigo con quien pasar el tiempo, ya que ningún niño de su escuela quería jugar con él.
Escuchó las hojas crujir como si alguien las hubiese pisado; miró a los costados pero no hubo rastro alguno. De pronto, a lo lejos visualizó a una pequeña figura, la cual usaba una pequeña gorra de lana.
¿Querrá ser mi amigo? —se preguntó así mismo.
Poco a poco fue acercándose, pero antes de eso se aseguró que su mamá no estuviese mirándolo. Y para su gran suerte, esta había salido de la cocina la cual tenía una ventana que daba directamente la pradera.
El pequeño niño misterioso estaba volteado en cuclillas observando el suelo y, Jaemin pudo escuchar claramente cómo contaba lo que sea que estuviera contando.
uno... dos... tres...-
No dudó y se sentó detrás suyo para finalmente tocar su hombro —¿Quieres ser mi amigo?—. El pequeño saltó de un susto y miró al menor totalmente aterrorizado.
Perdón —dijo Jaemin. —No quise asustarte, solo quería... —Consecuente a eso, Jaemin pudo notar cómo un mechón de su cabello sobresalía de su gorra y que su cabello no era como cualquier otro; era rojo, igual que el interior de una sandía.
Eso hizo que aquel extraño causara un interés aún más grande en él.
—¡No deberías verme! —dijo el niño pelirrojo. —¡Soy invisible, no puedes verme! —tapó sus ojos con sus propias manos y Jaemin lo miró más confuso. —¡Estás soñando! ¡Yo no soy real! —continuó.
Me gusta tu cabello... —Jaemin finalmente habló, regalándole una pequeña sonrisa. — ¿Puedo tocarlo?
El pelirrojo no dijo absolutamente nada y se dirigió a levantarse para huir corriendo.
Jaemin lo observó completamente apenado, y después de unos minutos también se dio cuenta que el niño de cabellos rojos había dejado un pequeño bolso lleno de piedras de diferentes colores. Jaemin agarró el bolso y lo guardó, con la esperanza de que el pelirrojo apareciera de nuevo a reclamar su pertenencia. Esta vez Jaemin sonrió de nuevo con sus ojos iluminados, muy esperanzado.