Daniel no sabía si estaba escuchando el eco de las pisadas contra la acera o el retumbar de su corazón acelerado. Emilia dejaba asomar una sonrisa en su rostro, fruto de la adrenalina que fluía por su cuerpo como una potente descarga eléctrica. Los dos corrían calle abajo mientras las sirenas devoraban el silencio nocturno de una ciudad moribunda.
De pronto Daniel vio cómo el cabello rubio de Emilia giraba en una esquina y se perdía por un estrecho callejón mal iluminado. El chico la siguió, no sin antes comprobar que no hubiera ojos indeseados reparando en ellos.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Daniel, aún asfixiado por la carrera.
—No me digas que no ha sido divertido —respondió Emilia. Tenía el pelo rubio alborotado y una estúpida sonrisa aún en los labios.
—Sí... eso creo —admitió Dan—. Pero no ha estado bien.
—¡Oh vamos! Los dos hemos visto cómo trata ese imbécil a las mujeres. Estas chocolatinas son como un castigo para su actitud de mierda.
Emilia rebuscó en los bolsillos de su pantalón, dejando a la vista el cordón blanco que siempre utilizaba para atarlos. Sacó un puñado de pequeñas chocolatinas y le lanzó dos a Daniel, que las cogió al vuelo.
—Siguen siendo robadas —dijo, mientras abría una y le daba un mordisco. Estaba un poco derretida por haber estado en el pantalón de Emilia, pero estaba deliciosa.
—A veces eres un poco aburrido —dijo Emilia, mirándolo al espigado chico con ternura—. Venga, vamos.
La muchacha avanzó a través del callejón, repleto de basura y chatarra, hasta una vieja y oxidada escalera de mano. Era una escalera de incendios que llevaba a la azotea del edificio, y que parecía no haber pasado demasiadas revisiones de seguridad.
Emilia comenzó a subir y Dan hizo lo propio sin decir nada.
Una suave brisa soplaba en lo alto de aquel bloque de viviendas cuando los chicos llegaron. La euforia de la pequeña fechoría había desaparecido, y un silencio agradable se había acomodado entre los dos.
Avanzaron juntos hasta la repisa, desde la que se veía aquella insípida ciudad que poco o nada tenía que contar, incluso desde las alturas. Una ciudad abarrotada de vacío.
Ya no había un ápice de felicidad en los ojos de la muchacha, que observaban los centenares de ventanas iluminadas que conformaban el nocturno paisaje urbano. Dos lágrimas se deslizaron con suavidad por las mejillas de Emilia que, rápidamente, disimuló limpiando con las anchas mangas de su jersey. Pero Dan ya las había visto.
—Me gusta cuando eres así, ¿sabes? Cuando te dejas ver detrás de ese muro que has puesto entre el mundo y tú.
Emilia quería responderle con alguna palabra malsonante, o algún reproche típico de ella, pero no pudo. Las palabras se atascaron en su garganta.
—Todos tenemos problemas, Em —prosiguió—. Pero a veces no somos capaces de plantarles cara nosotros solos, y no pasa nada.
Emilia, sin decir nada, sacó entonces dos cigarrillos de yerba y le entregó uno a Daniel con suavidad. El chico no fumaba demasiado, pero lo aceptó de buen grado. Con Emilia las cosas eran diferentes.
La muchacha rebuscó en otro de sus bolsillos y sacó un pequeño mechero.
—Acércate —le dijo, con el cigarrillo en la boca.
Dan, con su cigarrillo también en los labios, se aproximó a Emilia. Entonces ella accionó el mechero y la llama iluminó sus caras. La muchacha tenía los ojos cerrados mientras los dos cigarrillos se prendían al mismo tiempo. El calor de la llama en sus rostros era reconfortante, y la sincronía de la acción encerraba cierta complicidad. Dan no podía dejar de mirarla.
Ambos fumaron en la repisa del edificio mientras observaban cómo, una a una, las luces de la ciudad se iban apagando con el transcurrir de la noche. La cabeza de Emilia descansaba en el hombro de Dan, que la rodeaba con su brazo derecho.
—Quizá tengas razón, y haya puesto un muro entre el mundo y yo. Pero tú estás en mi lado, Dan.
Personajes originales de la ilustradora Cristina Cid (Greesty)
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Parpadeos
Short StoryPequeñas historias que se centran en momentos o en instantes importantes para distintos personajes, describiendo cómo los viven y cómo se sienten al hacerlo.