El tiempo vuela

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Gabriel Agreste abría la puerta de su habitación, con la mirada perdida y los labios levemente separados, como si quisiera decir algo, pero nada salía de su boca. Cerró la puerta y se tiró en su enorme cama.

Había sido una buena cita. ¿Le debía de llamar así? Se golpeó la frente con su mano en expresión de notable culpa. Cerró sus ojos con fuerza como si intentara despertar de la pesadilla, pero no.

Abrió los ojos y miró la puerta levemente abierta. Ahí estaba, asomándole, el rubio de ojos verdes con encantadora sonrisa. Adrien entró un poco más gracias a la falta de gritos de su padre con algún fin de detenerlo.

—Hola, padre— saludó Adrien, entrando por completo en la habitación del mayor

—Adrien, hijo. ¿Qué pasa? Estoy algo cansado— mentía, claramente quería pensar en su soledad, hablar consigo mismo

—Papá... me gustaría... Bueno, ya sabes... que diseñaras algún vestido para Chloe. Decidimos que nos casaremos por la iglesia aquí, en París, e invitaré a todo el mundo— sonreía el joven, tan inocente como nervioso

Gabriel se sentó de golpe en su cama.

—¿Por la iglesia? ¿Acaso no fueron a casarse a Marseille?—

—Sí, padre. Pero decidimos mejor solo casarnos legalmente ahí... Chloe quiere una boda lujosa y yo solo quiero lo mejor para ella, que sea feliz, ya sabes—

A Gabriel nada le hacía sentido.

—No debería ni dirigirte la palabra. Huíste al sur sin decirme nada, y tuve que enterarme por otros medios que te ibas a casar con la señorita Bourgeois, y ahora, ¿no? Adrien, no te entiendo nada—

—No tienes que entender nada tampoco, papá— suspiró el hijo, negando con la cabeza y girando su cuerpo para encaminarse hacia la puerta nuevamente —Chloe siempre me quiso, y yo quiero devolverle todo el cariño que me ha dado desde que somos unos niños. Yo no quiero dejar que nada le pase, papá. No como tú lo hiciste con tu esposa.—

Ese comentario fue suficiente para que Gabriel se levantara y con su sola postura impusiera el respeto que le debía. Adrien salió a prisa hacia su habitación, dejando a su padre solo.

Gabriel se dirigió hacia un espejo, mirándose. Los años no lo hacían ver mal; era un hombre guapo, alto, con buena figura y se sabía encantador. Podría tener a cual mujer quisiera, pero había decidido arruinar su vida metiéndose con su alumna favorita, la señorita Dupain-Cheng.

—¿Por qué?— le preguntó al espejo. Claramente, no hubo respuesta.

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Marinette se cepillaba su cabello. Había tenido una cita tan romántica como clara con Gabriel. Escucharlo tan seguro, pero a la vez tan humano, la hacía temblar. Le parecía un sueño que su profesor estuviera interesado en ella. Pero si algo le parecía una locura, era pensar que ahora iba detrás de un Agreste, sí, pero del mayor.

Se hizo una trenza corta y quitándose los zapatos, se acomodó en la cama. Se acurrucó entre las sabanas y sonriendo, se dedicó a pensar en su querido Gabriel, tan varonil como formal. La elegancia hecha hombre, o al menos, a su parecer.

Quedó dormida.

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Pasaron un par de días, un par de semanas. Gabriel y Marinette habían decidido verse un poco más, pero claramente no muy seguido, porque de ser así, alguien podría sospechar. Fue por eso que acordaron mejor, todos los días, llamarse por teléfono a la media noche.

A veces las llamadas duraban dos horas, otras, solo la mitad de una. Eran minutos tan valiosos y llenos de oror, que a Marinette no le importaba el tiempo, pues sabía muy bien que la calidad de las llamadas nunca bajarían sus espectativas. Siempre hablaban de cosas diferentes, siendo la jovencita la que sacaba temas vivaces, temas curiosos. A veces de fantasía, a veces preguntas profesionales, y en otras, sobre la vida misma.

Esa noche era una de esas, donde Marinette y su amado profesor estaban en el teléfono, hablando específicamente de cómo es que las orugas pasan a convertirse en mariposas. Era obvio que ninguno de los dos sabía del tema, pero se las ingeniaban para hablar como si en verdad supieran algo respecto a eso.

Gabriel, cuando hablaba con ella, se sentía un chico joven otra vez. Se sentía vivo, sentía esa energía tan sana y fresca que salía del aura de su doncella, y ella... Vaya, ella sentía casi lo mismo, pero en otro contexto. Se sentía tan viva, tan elegante, tan llena de lujos que aunque no tenía físicamente, Gabriel le decoraba el alma. Eran ellos dos, pasándose sus almas, fusionándolas mediante sus voces y sanando sus heridas.

—Eres tan gracioso, Gabriel— decía Marinette en el teléfono, jugando con un mechón de su cabello

—¿Gracioso yo? Deberías moderar tus palabras, jovencita. Prefiero el término... carismático— se escuchó la voz madura del otro lado de la línea

—Ajá, claro. ¿Algo más, rey de Francia?—

—Un bote de cerezas y un beso tuyo, si no es molestia—

Marinette enrojeció, mordiendo sus uñas mientras movía los pies con emoción.

—Gabriel, no hemos salido en dos semanas. Ya acabarán las vacaciones... ¿Podemos vernos? Me gustaría verte, te empiezo a extrañar...—

—Y yo a ti, señorita Dupain-Cheng. ¿Te apetece ir a tomar una copa de vino?—

Silencio

—Yo no tomo vino, Gabriel—

—Oh... Bueno, podrías pedir un café, mientras yo tomo un buen vino. ¿Está bien?—

Marinette hizo una expresión con la garganta en afirmación y entonces, terminó la llamada.

Ambos, en sus diferentes casas y habitaciones, soñaron con estar juntos.


"Especial" ; {Gabrinette - Gabriel x Marinette}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora