Capítulo 8

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Woklan estaba tumbado en la cama inferior de una litera. El teniente, dormido, se mantenía alejado del lugar que lo recluía; aún no era consciente de en donde se hallaba. Después de que algunos de sus músculos sufrieran pequeños espasmos, se giró, quedó boca arriba y murmuró sin despertarse:

—Weina...

Separado por casi dos metros, sentado en la parte baja de otra litera, un hombre con la cabeza y la barba afeitadas, dejando la ausencia de pelo visible un tatuaje de tinta roja que descendía desde la coronilla hasta el cuello, mezclaba una baraja de cartas sin perder de vista al crononauta.

—¿Quién eres? —preguntó, analizando con la mirada al teniente—. Ayer no estabas aquí, pero parece que nadie es consciente de ello. —Apretó el entrecejo e hizo presión con los labios—. Seas quien seas, espero que no resultes un estorbo.

Un guardia, vestido con un uniforme de una tela negra, gruesa y superdensa, golpeó la parte exterior de la celda con una porra de metal oscuro y captó la atención del compañero de Woklan.

—Recluso novecientos noventa y nueve —dijo el carcelero—, quítate la camiseta, pon las palmas en pared y separa lo pies. ¡Ahora! —Los barrotes de energía azul, que impedían el acceso al pasillo, se desvanecieron—. ¡Vamos! ¡¿A qué esperas?! —Entró rápido y se preparó para golpearlo.

El presidiario dejó la baraja sobre la cama y pronunció con calma:

—Ya voy. —Cuando se dio la vuelta, el guardia lo empujó contra el muro—. Maldito... —masculló.

—¿Decías algo? —preguntó, presionándole la espalda con la punta de la porra.

—Nada... —soltó en voz baja.

—¡Habla más fuerte, escoria!

El recluso apretó lo dientes; los labios le temblaban y las facciones trasmitían la rabia que sentía. Durante un instante, se le pasó por la mente girarse y pelear. Sin embargo, recordó la última vez que lo hizo y cómo acabó casi sin poder moverse durante dos días. Tras unos segundos de tensión, pronunció fingiendo estar calmado:

—No he dicho nada, señor.

—Así me gusta, que seas disciplinado. ¿Profesor Ragbert? —El guardia no apartó la vista del recluso novecientos noventa y nueve.

—Sí, ya estoy aquí, un presidiario inútil me ha entretenido. —En una de las manos robóticas, el científico sujetaba una columna vertebral—. El desgraciado se atrevió a tropezar y rozar con el dedo meñique uno de mis preciosos zapatos. —De reojo, miró cómo Woklan dormía, le lanzó la unión de vértebras ensangrentadas y susurró—: Cuando te despiertes seguiremos jugando. —Centrando la visión en el recluso novecientos noventa y nueve, preguntó—: ¿Crees en el destino, cara tatuada?

—Tengo un nombre —respondió.

—Dirás un número. —Se limpió las manos en la bata manchada con vísceras secas que le cubría el raquítico cuerpo.

El presidiario apretó los dientes, se contuvo unos segundos y luego habló intentando parecer tranquilo:

—Profesor, ese hombre ayer no existía.

Ragbert miró confuso a Woklan y preguntó:

—¿Qué el teniente O. Whagan ayer no existía? —Se pasó los dedos de metal ensangrentando por la barba blanca y dirigió de nuevo la mirada hacia el presidiario—. Lástima que la ciudadela explotara y que no pudiera terminar de estudiarte. Tus habilidades son fantásticas y eres capaz de ver cosas que los demás no podemos ver. Siempre me fascina pensar en cómo los átomos de tu cuerpo vibran a tal velocidad que eso te permite saltar de una línea temporal a otra, de un universo a otro. Quizá el teniente, para ti y para todos, ayer no formaba parte de este lugar, de esta línea temporal. No obstante, como estas no son inmutables, si es cierto que ayer no estaba, eso ha cambiado. Y hoy, para mí y para todos menos tú, el teniente lleva una larga temporada cumpliendo condena por el mayor crimen de la historia.

Entropía: El Reino de DhagmarkalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora